Presentación
Esta Historia
sencilla de la Antigua Roma ha
sido redactada pensando en los que tienen pocos conocimientos de
Historia, quizás porque nunca les gustó demasiado o porque la estudiaron
hace muchos años y la han olvidado.
Contiene, básicamente, el texto de las primeras pistas históricas de nuestra
Guia de Roma en mp3,
Tutta Roma, al que iremos añadiendo poco a poco nuevos recursos: mapas, semblanzas, cronologías...
Uno de los objetivos para los que fue concebida esta Historia es poder hacer un rápido repaso antes de viajar a Roma, porque
no hay mejor modo de preparar un viaje a Roma que releer su historia.
En efecto, Roma no es un destino cualquiera: hace 2000 años, su
sola mención hacía temblar a los habitantes todo el mundo conocido. Y el
Imperio que forjó es la cuna de nuestra civilización. Si antes de
visitarla, repasas tus conocimientos sobre Julio César, Augusto, Nerón,
Caracalla... ¡tu visita a Roma cobrará un atractivo insospechado!
Rómulo y Remo
El nacimiento de Roma
La leyenda de la loba es sólo una de las muchas que los romanos inventaron sobre los fundadores de su ciudad.
Entre la historia y la leyenda
La historia de los orígenes de Roma se pierde entre las brumas de
la leyenda. Sus humildes comienzos no debieron distinguirse mucho de
los de tantas ciudades de la región del Lacio. Pero con el tiempo, los
antiguos historiadores romanos pensaron que la ciudad escogida por los
dioses para convertirse en dueña del mundo debía tener un origen
heroico, que adornaron con infinidad de leyendas, muchas veces
contradictorias entre sí, llenas de dioses y héroes mitológicos.
De hecho, para los modernos investigadores resulta difícil
distinguir leyenda y realidad, porque a veces, inesperados
descubrimientos arqueológicos sacan a la luz las huellas de personajes y
sucesos que parecían meras invenciones legendarias.
Rómulo y Remo
Roma fue fundada, según la tradición, por dos hermanos gemelos,
Rómulo y Remo, que, acompañados de bandidos y vagabundos expulsados de
sus propias ciudades, decidieron fundar un nuevo asentamiento junto al
Tíber. Sin embargo, los dos hermanos no se ponían de acuerdo acerca del
lugar en que levantarían su ciudad. Remo prefería el promontorio del
Aventino, mientras que Rómulo se inclinaba por la colina del
Palatino.
Así las cosas, decidieron dejar su disputa al arbitrio de los dioses y
-apostados cada uno en su colina-, se quedaron esperando una señal de lo
alto.
La mañana del
21 de abril del año 753 a.C., Remo
contemplaba el limpio cielo primaveral desde la cima del Aventino cuando
divisó seis enormes buitres sobre su colina. Lleno de euforia, echó a
correr hacia Rómulo, para anunciarle su victoria. Sin embargo, en ese
mismo instante, una bandada de doce pájaros sobrevolaba el Palatino.
Seguro de su victoria, y sin esperar la llegada de su hermano, Rómulo
cogió un arado y comenzó a cavar el
pomerium, el foso circular que fijaría el límite sagrado de la nueva ciudad, prometiendo dar muerte a quien osara atravesarlo.
Pero Remo, enojado por su derrota, lo cruzó desafiante de un salto. Obligado por el juramento que acababa de pronunciar,
Rómulo dio muerte a su hermano, que fue el primero en pagar con su vida la violación de la frontera sagrada de Roma.
Esta leyenda encerraba para los romanos una halagüeña
promesa: su ciudad sería perfecta y jamás tendría fin, como el foso que rodeaba el Palatino. Pero contenía también una oscura
amenaza:
la sombra del fratricidio sobre la que estaba fundada planearía como
una maldición sobre Roma, en cuya historia abundaron los asesinatos y
las Guerras Civiles.
El rapto de las sabinas
Los orígenes de Roma
Para poblar la ciudad recién creada, Rómulo aceptó
todo tipo de prófugos, refugiados y desarraigados de las ciudades
vecinas, de procedencia latina. La colonia estaba formada íntegramente
por varones, pero para construir una ciudad se necesitaban también
mujeres. Pusieron entonces sus ojos en las hijas de los sabinos, que habitaban la vecina colina del Quirinal.
Para hacerse con ellas, los latinos organizaron una gran fiesta,
con carreras de carros y banquetes, y cuando los sabinos se encontraban
vencidos por los vapores del vino, raptaron a sus mujeres. Al regresar a
sus casas y descubrir el engaño, los sabinos declararon de inmediato la
guerra a los latinos.
La traición de Tarpeya
Antes de partir al campo de batalla, Rómulo encomendó la custodia
de la ciudad a la joven Tarpeya, pero ésta, enamorada en secreto del
rey de los sabinos, o anhelando una recompensa, prometió al monarca
enemigo que le mostraría una vía oculta que conducía al Capitolio (donde
estaba la fortaleza latina), a cambio de lo que él llevaba en el brazo
izquierdo, en alusión a un brazalete de oro del rey. En efecto, los
sabinos alcanzaron la ciudad gracias a las indicaciones de Tarpeya, pero
en vez de entregarle su pulsera, el rey sabino ordenó a sus hombres que
aplastaran a la traidora con sus escudos, que llevaban, precisamente,
en el brazo izquierdo.
Otra versión de la leyenda cuenta que los romanos descubrieron su
traición, y que la arrojaron al vacío por un precipicio, que pasó a
llamarse la roca Tarpeya, inaugurando así la costumbre de castigar a los
traidores a la patria lanzándolos desde ese punto.
Intervención de las sabinas
La ayuda de Tarpeya no evitó que sabinos y latinos se enfrentaran
en el campo de batalla. En un momento del combate, en una célebre
escena, múltiples veces representada en el arte, las sabinas se
interpusieron entre los contendientes, abrazándose al cuello de sus
maridos y familiares, para suplicarles que detuvieran la pelea. Pues si
vencían los sabinos, ellas perderían a sus maridos, y si vencían los
latinos tendrían que llorar la muerte de padres y hermanos. De modo que
los contrincantes depusieron las armas y firmaron la paz.
Con esta leyenda ilustraban los romanos que su ciudad había nacido de la unión de dos pueblos:
latinos y
sabinos, a los que pronto se sumó un tercer elemento: los
etruscos, un pueblo muy avanzado, que poblaba la actual Toscana y que poseía importantes intereses comerciales en la región del Lacio.
Los primeros sucesores de Rómulo
Reyes latinos y sabinos
Duelo entre horacios y curiacios por el dominio de Alba Longa
Desde la fundación de la ciudad por Rómulo hasta el advenimiento de la República (año 509 a.C.), Roma fue gobernada por siete reyes.
El piadoso Numa Pompilio
El primer sucesor de Rómulo fue
Numa Pompilio, de origen sabino. Hombre severo y piadoso, fue el
fundador de la religión romana.
Numa Pompilio
enseñó a los romanos la forma en la que debían rendir culto a sus
dioses, estableció el calendario sagrado e instituyó las principales
ceremonias religiosas, siguiendo las instrucciones que –según decía-
cada noche le dictaba una ninfa llegada desde el Olimpo.
Fue, además, un rey
pacífico. Durante todo su reinado el
templo de Jano -que sólo se abría en tiempos de guerra- permaneció
cerrado, algo que sólo ocurriría otras dos veces en la historia de Roma.
Tulio Hostilio, el guerrero
Por el contrario, el recuerdo de su sucesor,
Tulio Hostilio, ha quedado asociado al de un
gran guerrero,
que organizó militarmente a los romanos y les enseñó a pelear.
Conquistó Alba Longa, la ciudad más importante del Lacio, mediante un
duelo singular entre Horacios y Curiacios, dos tríos de hermanos
gemelos, que se decantó a favor de los primeros y amplió
considerablemente el territorio de Roma.
Anco Marcio
Tulio Hostilio murió a manos de
Anco Marcio (nieto de
Numa), que le sucedió en el trono.
Anco Marcio
incorporó a Roma a los habitantes de varias ciudades latinas y amplió
los límites de la ciudad. Construyó el puerto de Ostia e hizo que por
vez primera Roma llegara al mar. Suyo es el primer puente de madera
sobre el Tíber y la primera cárcel, consecuencia inevitable del
crecimiento progresivo de la ciudad y con él, de sus problemas.
Roma iba dejando poco a poco de ser un núcleo
pastoril y agrario. La ciudad estaba situada estratégicamente junto al
principal vado del Tíber, y era un lugar de intensa actividad económica,
de modo que los romanos comenzaban a enriquecerse con el comercio.
Los reyes etruscos
Roma empieza a crecer
Tramo de muralla serviana, junto a la Estación Termini, uno de los principales vestigios arqueológicos de los reyes etruscos.
Un siglo después de su fundación, el primitivo
núcleo de pastores había ido creciendo hasta convertirse en una ciudad
digna de tenerse en cuenta. A los cuatro primeros reyes, originarios de
Roma, les sucedieron tres monarcas etruscos, de la poderosa familia de
los Tarquinios. Por contraste con sus rústicos predecesores latinos y
sabinos, los reyes etruscos provenían de una cultura mucho más avanzada,
y mostraron a los romanos las ventajas del comercio y la industria.
Tarquinio Prisco
El primero de ellos,
Tarquinio Prisco, culto e
inteligente, se ganó la voluntad de los romanos mediante dádivas y,
dicen que fue el primero en dirigir un discurso al pueblo pidiéndole su
nombramiento. Para celebrar su triunfo y contentar a la plebe, organizó
los primeros juegos en el actual emplazamiento del
Circo Máximo, inaugurando una costumbre que no se interrumpió desde entonces.
Con el fin de reforzar su autoridad se hizo construir un palacio, en el que se mostraba, ante nobles y plebeyos, rodeado de un
fastuoso ceremonial. Tarquinio Prisco
convirtió Roma en una auténtica ciudad, con calles bien trazadas y barrios delimitados, cuyos desechos se arrojaban al Tíber a través de la
Cloaca Máxima.
Servio Tulio
Su sucesor,
Servio Tulio, era de origen humilde, pues había nacido de una esclava. Sin embargo, se educó en el palacio de
Tarquinio el Viejo y acabó casándose con su hija. Fue un rey
querido y respetado,
que llevó a cabo importantes obras en la ciudad. Cuando más tarde los
romanos llegaron a aborrecer la memoria de los reyes, guardaron siempre
el recuerdo de
Servio Tulio como un rey bienhechor.
Él construyó la primera muralla de Roma, llamada por ello
muralla serviana, de la cual asoman todavía aquí y allá abundantes vestigios. Y reorganizó completamente el
ordenamiento político
de la ciudad, agrupando a sus ciudadanos no por su domicilio, sino en
función de su riqueza. De este modo, impulsó la industria y el comercio,
al abrir la carrera política a todos aquellos que, aún siendo de
orígenes humildes, hubieran conseguido enriquecerse por sus propios
méritos.
Tarquinio el Soberbio
Punto final de la monarquía
Brutus y otros familiares de Lucrecia se conjuran, ante su cadáver, para acabar con la tiranía de Tarquinio
El último de los reyes que tuvo Roma, Tarquinio el soberbio,
encarnó como ningún otro la figura del tirano oriental que tanto
acabarían odiando los romanos. Después de haber alcanzado el poder
asesinando a su suegro (Servio Tulio), Tarquinio fue el primer monarca que se rodeó de una guardia personal para protegerse.
Ansioso de gloria, llevó a cabo importantes campañas militares en
territorio etrusco, y también realizó obras de gran envergadura en la
ciudad, entre las que destaca la construcción del majestuoso
Templo de Júpiter
en la cima del Capitolio, que sería durante siglos el más importante de
Roma. A él se deben también el servicio personal obligatorio en la
milicia, y el reparto gratuito de trigo a la población, llamado
annona.
Pero sus victorias y sus construcciones no disimulaban su
crueldad. Cansado de su despiadada arbitrariedad, el pueblo buscaba el
modo de desembarazarse de su tiranía. El desencadenante de su caída fue
la
muerte de la joven Lucrecia. Esta honesta esposa había sido
forzada por un hijo de Tarquinio, y tras confesar su desgracia a su
padre y su marido, se suicidó delante de ellos atravesándose el corazón.
La ciudadanía, encolerizada al enterarse del suceso, decidió expulsar
al rey y a toda su familia.
Corría el año 509 a.C. y comenzaba la República romana, que gobernaría la ciudad durante cinco siglos.
Resumen de la monarquía y conclusión
Siete reyes habían gobernado Roma durante 250 años: los cuatro
primeros, incluido Rómulo, pastores y agricultores de origen latino y
sabino; los 3 últimos, de origen etrusco. Y se puede decir que su
reinado fue positivo para Roma, que creció y se desarrolló como ciudad,
alcanzando el predominio sobre el resto de los pueblos del Lacio.
Pero Tarquinio el Soberbio dejó un recuerdo tan odioso en la
memoria de los romanos, que éstos renegaron para siempre de la
monarquía, y no era concebible entre los políticos de la ciudad peor
traición que la de querer convertirse en rey. Aunque hubo emperadores
que superaron con creces las maldades de Tarquinio en el ejercicio de su
poder, en el resto de su larga historia los reyes jamás volverían a
Roma.
Patricios y plebeyos
Las primeras luchas civiles de la joven República
Vestimenta típica de patricios (izquierda) y plebeyos romanos
El ordenamiento constitucional republicano
Tras la expulsión de los reyes y la instauración de la República,
en el año 509 a.C., el poder en Roma recayó sobre los patricios, jefes
de las principales familias, que formaban el Senado y que eran elegidos
por los ciudadanos para los distintos cargos públicos.
Teniendo en cuenta el funesto recuerdo que había dejado en los
romanos el poder absoluto de los reyes, las instituciones republicanas
fueron cuidadosamente diseñadas para que ningún hombre tuviera un poder
excesivo.
El gobierno lo ejercían siempre dos cónsules, que se
renovaban de año en año. Cada uno de ellos podía vetar las decisiones
del otro, y en tiempo de guerra dirigían las operaciones militares en
días alternos.
Fue en ese momento, al comienzo mismo de la República, cuando las conocidas siglas
SPQR,
Senatus Populusque Romanus,
“El senado y el pueblo romano” se convirtieron en la divisa de Roma,
significando que todo se hacía en nombre de los dos grandes poderes que
en teoría gobernaban la ciudad: el senado de patricios, y las asambleas
de ciudadanos plebeyos, encargadas de elegir a los cargos públicos.
Gestación del conflicto
Sin embargo, esta aparente unidad escondía una profunda fractura
interna que a punto estuvo de destruir la República ya en sus inicios.
Los
patricios, descendientes de las primeras familias que habían
fundado la ciudad junto a Rómulo, disfrutaban de numerosos privilegios:
sólo ellos podían formar parte del Senado, y
sólo ellos podían desempeñar cargos públicos.
Los patricios en el Senado hacían las leyes, los patricios como
cónsules las ejecutaban, y patricios eran también los jueces que
castigaban a los infractores de la ley.
A los
plebeyos, que pagaban sus impuestos y acudían al
ejército cuando se les convocaba, tan sólo les correspondía reunirse
cada año para elegir a los magistrados entre los candidatos que
presentaban los patricios. Indignados por esta situación que les
obligaba a hacer frente a todos los inconvenientes de la ciudadanía, sin
permitirles disfrutar de sus ventajas, los plebeyos emprendieron largas
y encarnizadas luchas con los patricios para reclamar más derechos.
La secesión del Aventino
El primer episodio grave de estos enfrentamientos tuvo lugar
apenas quince años después de la proclamación de la República. Cierto
día del año 494 a.C., los plebeyos dejaron de cultivar la tierra, de
comerciar y de servir en el ejército, y se retiraron a la colina del
Aventino, proclamando que no volverían a sus tareas hasta que se
reconocieran sus derechos.
Al principio, los patricios enviaron mensajeros que, entre ruegos
y amenazas, instaron a los plebeyos a abandonar su actitud. Pero éstos
se mantuvieron firmes, y la ciudad, falta de mano de obra, quedó sumida
en el caos.
Al final, el Senado tuvo que capitular, y accedió a incluir una nueva magistratura en el ordenamiento institucional: los tribunos de la plebe.
Estos magistrados, que sólo podrían ser elegidos entre candidatos
plebeyos, tendrían como única función defender sus intereses, y
dispondrían, para ello, del derecho de veto sobre cualquier resolución senatorial.
Para que este enorme poder no provocara represalias por parte de los patricios, los tribunos de la plebe serían considerados
personas sagradas. Si alguien atentaba contra su vida, su cabeza sería sacrificada a Júpiter, y sus bienes subastados.
La primera ley escrita
Medio siglo después de estos episodios, en el año 451 a.C., los
plebeyos obtuvieron una nueva conquista: diez hombres sabios elegidos
entre los romanos redactaron la
Ley de las Doce Tablas, que se
convirtió en la primera ley escrita de Roma. Hasta entonces habían sido
los jueces patricios quienes aplicaban la ley, basándose en las normas
no escritas de la costumbre, lo que permitía todo tipo de
arbitrariedades.
Guerras latinas y samnitas
La expansión de Roma por la península
Humillados. Los romanos
son obligados a pasar bajo el yugo de las lanzas enemigas, en una de sus
derrotas frente a los pueblos samnitas, al Sur de Roma.
Guerras latinas
Desde el comienzo de la República, Roma ejercía un poder
predominante sobre el resto de las ciudades latinas, y les había
impuesto un pacto de privilegio para ella, llamado
Foedus Cassianum, que comenzaba con estas solemnes palabras:
haya paz entre los romanos y todas las ciudades latinas mientras la posición del cielo y la tierra siga siendo la misma...
Pero aunque el cielo y la tierra no cambiaron su posición, las
ciudades del Lacio intentaron librarse de la superioridad de Roma, y de
los abusivos pactos que les imponía. Aliándose, cuando la ocasión era
propicia, con enemigos exteriores como los belicosos
volscos y
ecuos, durante 150 años los latinos mantuvieron continuos enfrentamientos con Roma, conocidos como guerras latinas.
Finalmente, en el año 338 a.C. en la decisiva
batalla naval de Antium, Roma derrotó a los volscos, llevándose un precioso tesoro, las proas de los barcos enemigos, o
rostra,
que durante siglos adornaron la tribuna de oradores del Foro Romano.
Esta importante victoria señala el final de las guerras latinas.
Guerras samnitas
Tras conseguir dominar toda la región del Lacio y someter a volscos y ecuos, Roma tuvo que afrontar durante 50 años
tres nuevas guerras con otros pueblos itálicos,
conocidas como las guerras samnitas. Los samnitas, pueblo de rudos y
guerreros montañeses instalados al Sur de Roma, suponían una constante
amenaza para los habitantes del valle. Estos, cansados de las continuas
incursiones samnitas, pidieron ayuda a Roma, que aprovechó la coyuntura
para expandir su dominio.
Durante la segunda guerra samnita se produjo el famoso episodio de las
Horcas Caudinas, uno de los sucesos más humillantes en la historia de Roma. Atrapado en un desfiladero junto a la ciudad de
Caudium,
todo el ejército, desarmado, fue obligado a pasar bajo el yugo de las
lanzas samnitas, una costumbre que los romanos adoptaron desde entonces
en sus victorias sobre otros pueblos.
A pesar de esta victoria parcial en las Horcas Caudinas, los
samnitas fueron derrotados, y se rindieron definitivamente en el año 290
a.C., dejando a Roma el camino libre para expandirse hacia el Sur de la
Península.
Por qué Roma vencedora
En todos los enfrentamientos bélicos, Roma demostraba una
sorprendente determinación, que dejaba perplejos a sus adversarios y los
sumía en el desánimo.
Si los romanos resultaban siempre victoriosos es porque ningún
otro pueblo deseó la victoria tanto como ellos. Sin importar las
batallas perdidas, los costes materiales o en vidas humanas, Roma volvía
siempre a la pelea con la experiencia de los errores cometidos. Y jamás
daba por terminada una guerra hasta asegurarse de que a sus enemigos no
les quedaban ni los ojos para llorar su derrota.
La Primera Guerra Púnica
La lucha por Sicilia
La Primera Guerra Púnica
tiene un fuerte componente de guerra naval, donde los cartagineses
llevaron inicialmente la ventaja, por su mayor experiencia.
Origen del conflicto
Cuando, el año 272 a.C., la colonia griega de Tarento, en el Sur
de Italia, cayó en manos de los romanos, Roma dominaba ya toda la
península y se había convertido en uno de los estados más poderosos de
su entorno. Era sólo cuestión de tiempo que su camino se cruzara con el
de la otra gran potencia del Mediterráneo occidental: Cartago.
La ciudad de
Cartago, en la costa norte de la actual
Túnez, había sido fundada el siglo IX a.C. por marineros fenicios, que
construyeron este enorme puerto en el centro de las rutas comerciales
que surcaban el Mediterráneo. Además de su estratégica posición para el
comercio, Cartago estaba rodeada de tierras fértiles, y muy pronto, los
cartagineses (que también recibían el nombre de púnicos), extendieron su
dominio hasta
Sicilia. Allí tomaron contacto con los romanos,
que se encontraban en plena expansión, y las dos potencias comenzaron a
vigilarse con recelo.
Sicilia, rica en cereales, estaba poblada por prósperas colonias
griegas, muchas de las cuales estaban dominadas por los cartagineses.
Sin embargo, una de ellas,
Mesina, situada en el estrecho entre Italia y la isla,
decidió llamar en su auxilio a los romanos
para que expulsaran a la guarnición cartaginesa que controlaba la
ciudad. Cuando los mensajeros de Mesina llegaron al Senado se produjo
una larga deliberación. Todos eran conscientes de que enviar ayuda
militar a la ciudad desencadenaría un terrible enfrentamiento con
Cartago, cuyas últimas consecuencias eran imprevisibles.
Al final, los romanos decidieron enviar a sus soldados. Era el
año 264 a.C. y daba comienzo así la primera de las Guerras Púnicas, tres
terribles enfrentamientos entre romanos y cartagineses que decidirían
el destino de Occidente.
Primera Guerra Púnica
Roma –que poseía sólo una pequeña flota- apenas tenía experiencia en
batallas navales.
Así que, al principio, los cartagineses destruían con facilidad las
naves que enviaban los romanos, mal dirigidas por sus inexpertos
almirantes.
Pero cada derrota enseñaba a los romanos algo nuevo. Al final, se
percataron de que su infantería era superior a la cartaginesa, y
decidieron aprovechar esa ventaja. Para ello, diseñaron unas pasarelas
de madera terminadas en garfios, con las que los legionarios podían
cruzar hasta las naves enemigas. Los cartagineses sabían manejar mejor
sus trirremes, pero sus marineros no estaban preparados para combatir
cuerpo a cuerpo, y terminaron siendo derrotados.
Después de veinte largos años de guerra, en el año 241 a.C., los romanos se convirtieron en los únicos dueños de
Sicilia, que pasó a ser la
primera provincia romana.
Compromisos de Cartago
La derrotada Cartago se comprometió a no atacar jamás a un aliado
de Roma, y tuvo que hacer frente a unas indemnizaciones millonarias. La
cuantía de las compensaciones era tan elevada, que los cartagineses no
podían pagarlas con los beneficios de sus dominios en África, y
decidieron expandirse por las ricas tierras de la
Península Ibérica.
Pero, tras su victoria sobre Cartago, Roma se había convertido en una
potencia temible, y también había puesto sus ojos en las tierras de
Hispania.
Así que para evitar un nuevo enfrentamiento, decidió repartirse la Península con Cartago. La
frontera se situaría en el Ebro. Los territorios al norte de este río serían para Roma, los del sur, para Cartago.
La Segunda Guerra Púnica. Aníbal
Roma se asoma al abismo
Aníbal atravesando los Alpes con su ejército
Tras la derrota en la Primera Guerra Púnica, Cartago
se vio obligada a pagar a Roma indemnizaciones de guerra millonarias.
Para hacer frente a los pagos, llevó a cabo una nueva expansión
ultramarina por las ricas tierras de la Península Ibérica, repletas de fértiles valles y ciudades populosas.
Los ejércitos cartagineses, al mando de
Amílcar Barca, ocuparon el sur de Hispania, pero Amílcar fue asesinado por un indígena, y el control de las tropas pasó a manos de
su hijo Aníbal, que apenas contaba 22 años.
Roma había pactado con los cartagineses una
frontera en el río Ebro. Pero al sur del Ebro, en zona cartaginesa, se encontraba la ciudad de
Sagunto,
que había suscrito una alianza con Roma para defenderse de los púnicos.
En su afán por conquistar toda la zona asignada, Aníbal puso cerco a
Sagunto, y la ciudad pidió ayuda a sus aliados romanos. Corría el año
218 cuando Roma declaró la guerra a Cartago. Comenzaba la Segunda Guerra
Púnica, que iba a decidir la Historia de Occidente.
El comienzo de la guerra
Los romanos pensaron que el enfrentamiento tendría lugar en la
Península Ibérica. Pero Aníbal, que aunaba una extraordinaria capacidad
táctica con una visión estratégica de largo alcance, diseñó un plan más
ambicioso para el sometimiento de Roma.
Mientras el Senado romano enviaba todos sus efectivos a Hispania,
Aníbal dejó a su hermano Asdrúbal al frente de las tropas de la
Península, y lanzó a su ejército a una increíble travesía
cruzando los Pirineos y los Alpes, para atacar Roma por el Norte.
Nadie podía esperar que un ejército entero se atreviera a cruzar
los terribles pasos de alta montaña en invierno, por sendas nunca antes
transitadas. La hazaña le costó a Aníbal la pérdida de un ojo y la
muerte de la mayoría de los elefantes, pero las desprevenidas legiones
romanas fueron derrotadas por tres veces en el norte de Italia, en las
batallas de Tesino, Trebia y Trasimeno. Y así, en la primavera del año
siguiente,
ningún ejército se interponía ya entre Aníbal y Roma.
Aníbal a las puertas de Roma
La llegada del cartaginés sembró el pánico en la capital. En las calles, la muchedumbre aterrorizada no dejaba de gritar:
Anibal ante portas!,
¡Aníbal a las puertas de Roma!. Las murallas de la ciudad habían
olvidado ya la última vez que tuvieron que hacer frente a una amenaza
semejante, y no resistirían un asedio. Las únicas legiones disponibles
se hallaban en Hispania; los generales que podrían encabezar una
resistencia desesperada, a semanas de distancia.
Roma estaba perdida. A Aníbal le bastaba alargar la mano para tomar la ciudad y reducirla a cenizas.
Pero, misteriosamente, Aníbal no descargó el golpe. El cartaginés
comprendía que la verdadera fuerza de Roma no se escondía tras sus
muros. Si se detenía ante la capital, si comprometía a su ejército en un
asedio que podría durar semanas, corría el riesgo de ser sorprendido en
cualquier momento por los pueblos itálicos del Sur o por las legiones
que volvieran de Hispania desde el Norte.
Para derrotar definitivamente a Roma Aníbal necesitaba dos cosas:
obtener refuerzos de Cartago y privar a Roma de sus aliados itálicos.
Por eso,
pasando de largo ante la ciudad, se dirigió hacia el Sur.
La batalla de Cannas
Aprovechando el respiro, Roma, cuyos recursos parecían
inagotables, reunió un nuevo ejército de ochenta mil hombres, el mayor
que nunca hubiera comandado un general romano, y el verano del año 216
a.C. se enfrentó con Aníbal en la llanura de Cannas. La desigualdad de
efectivos era de
tres a uno a favor de los romanos. Pero, a pesar de ello, Aníbal consiguió envolver al ejército enemigo y aniquilarlo completamente.
La batalla de Cannas se recuerda como uno de los mayores prodigios de estrategia militar de todos los tiempos.
Buscando aliados
Libre de toda oposición, Aníbal intensificó su actividad
diplomática, tratando de convencer a los aliados de Roma de que
abrazaran la causa cartaginesa. Tuvo éxito con algunos pueblos, si bien
la mayoría prefirió permanecer leal a Roma o expectante. Reclamó nuevos
refuerzos de Cartago, pero la ciudad no se atrevía a desviar todos sus
efectivos y quedar tan desprotegida como Roma.
Segunda Guerra Púnica. Escipión
El salvador de Roma
Escipión el Africano
Escipión en Hispania
Mientras Aníbal deambulaba por Italia, la estrategia romana, que
había desplazado sus mejores tropas a Hispania, comenzaba a dar frutos.
Allí, en una decisión sin precedentes en su historia, Roma había
entregado el mando de sus legiones al
jovencísimo Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de dos brillantes generales y perteneciente a una de las principales familias patricias.
Aunque había combatido ya junto a su padre en las batallas de
Tesino y Cannas, Escipión contaba apenas 24 años, y era sólo un
ciudadano particular, que no había desempeñado aún ninguna de las
magistraturas que daban acceso al mando militar.
Su estirpe y su determinación insuflaron nuevos ánimos a unas tropas desesperadas, que bajo su mando consiguieron
derrotar al ejército cartaginés comandado por los hermanos de Aníbal,
Asdrúbal y Magón, hasta expulsarlos completamente de Hispania. En el
año 205, sus legiones victoriosas estaban en condiciones de regresar a
Italia.
La situación en Italia
Allí, los últimos restos de las tropas romanas habían aprendido
la lección y evitaban cualquier enfrentamiento directo con Aníbal.
Preferían hostigar a sus hombres desde la distancia, y sus ataques eran
una sangría insoportable para el ejército cartaginés.
Sin haber sufrido jamás una derrota, después de haber tenido a la
indefensa Roma a su merced, Aníbal, atrapado en Italia, sin aliados,
sin provisiones y con apenas un tercio de su ejército, se vio obligado a
regresar por mar a Cartago, tras haber estado deambulando por Italia durante 16 años.
Cambio de escenario y desenlace
Por fin, Roma se atrevió a llevar la guerra a
suelo cartaginés.
Escipión convenció al Senado de la necesidad de desembarcar cuanto
antes en la costa norteafricana, en persecución de Aníbal, cada vez más
acorralado. Ambos compartían además viejas deudas de sangre. Escipión
había derrotado al hermano de Aníbal en Hispania, Asdrúbal, pero éste se
había cobrado antes la vida del padre y el tío de Escipión.
Los dos grandes generales se enfrentaron por primera y última vez en la decisiva
batalla de Zama,
en el año 202 a.C. Roma y Cartago se hallaban al límite de sus fuerzas y
el resultado sería decisivo. Aníbal recurrió a su genio táctico,
Escipión a su astucia.
Para
neutralizar a los elefantes, la más temible de las
armas cartaginesas, el romano hizo sonar todas las trompetas de su
ejército. Las bestias, aterrorizadas, huyeron en desbandada aplastando a
la propia caballería cartaginesa. Aunque la infantería de Aníbal
presentó batalla hasta el final, el gran general no pudo evitar su
completa derrota.
Tras su victoria, Escipión obtuvo el sobrenombre de
“el africano”,
mientras Aníbal, abandonado por sus propios compatriotas, se vio
obligado a refugiarse en la corte del rey de Bitinia, donde se quitó la
vida con un veneno.
Tal vez fuera cierta la sentencia de su jefe de caballería, que,
exasperado porque Aníbal no se decidía a conquistar Roma cuando la tenía
en su mano, le dijo:
Cierto es que los dioses no conceden todos sus
dones a la misma persona. Tú sabes vencer, Aníbal, pero no sabes
aprovechar la victoria.
Situación de Roma tras la guerra
La derrota de Cartago convirtió a Roma en la
dueña absoluta del Mediterráneo
occidental, y dio paso a la época de las grandes conquistas. Pronto
comenzó también la colonización de los territorios ya dominados: la
Península Ibérica, el sur de la Galia y el Norte de África.
Final de las Guerras Púnicas
Cartago destruida
Catón el Viejo
Comparación de culturas
El concepto de colonización romana era muy diferente del de los
cartagineses. Los púnicos se limitaban a explotar los recursos de los
territorios conquistados. Roma lo hacía también pero, además, asentaba
allí a sus veteranos de guerra, construía calzadas, puentes y
acueductos, dotaba de leyes a esas comunidades, y les ofrecía todas las
ventajas de su civilización.
La segunda Guerra Púnica decidió la historia de Occidente,
construido sobre el Imperio Romano. Y nunca se podrá saber qué hubiera
ocurrido si Escipión el africano no hubiera ganado en Zama, o si Aníbal
hubiera destruido Roma, como todos esperaban que hiciera.
Cartago debe ser destruida
La victoria de Roma había reducido definitivamente a Cartago a
una potencia menor, recluida en el norte de África. Sin embargo, los
años pasaban y los romanos todavía recordaban con pánico los terribles
momentos de la amenaza de Aníbal, lo cerca que habían estado de la
catástrofe.
El viejo Catón, un senador célebre por su severidad y por
su retórica, no perdía ocasión para recordar que debían aniquilar al
enemigo. Sin importar el asunto del que estuviera hablando en la
asamblea del Senado, sus discursos terminaban siempre con la misma
coletilla:
Delenda est Cartago!, ¡Cartago debe ser destruida!
Si no, alegaba, Roma jamás tendría descanso, y viviría siempre atemorizada por la amenaza púnica.
La Tercera Guerra Púnica
Al final, Escipión Emiliano, descendiente del gran general que
había salvado a Roma en los tiempos de Aníbal, condujo la última Guerra
Púnica, en el año 147 a.C., 55 años después de la derrota de Aníbal.
Fue necesario inventar una excusa para declarar la guerra, y los
cartagineses, desesperados, no presentaron demasiada resistencia. Pero
eso no les libró de uno de los más terribles castigos que haya sufrido
jamás una ciudad. Los romanos saquearon, quemaron y arrasaron Cartago
hasta los cimientos.
Y cuando la ciudad había desaparecido, convertida en un montón de
ruinas humeantes, los romanos pasaron el arado, sembraron con sal, y
maldijeron esa tierra para siempre, de modo que nadie volvió a habitar
jamás la ciudad que un día había sido la más poderosa del Mediterráneo.
Roma había exorcizado al más terrible de sus demonios y era dueña absoluta de toda la cuenca occidental del Mediterráneo.
El encuentro con Grecia
El conquistador conquistado
Después de las Guerras Púnicas, aún quedaban grandes
reyes que se atrevieron a hacer frente al poderío de Roma, en Grecia,
en Turquía y en Siria, pero fueron barridos por la incontenible marea de
sus legiones.
Mucho han debatido los historiadores sobre este sorprendente
afán de dominio,
que llevó a los romanos a someter una tras otra todas las naciones del
Mediterráneo. Los propios romanos lo atribuían al deseo de los dioses.
Lo cierto es que sus ciudadanos se habían acostumbrado a las
conquistas y a sus beneficios: además del oro, la plata y las piedras
preciosas, con cada victoria Roma recibía incontables tributos en
especie, cientos de esclavos, obras de arte y animales exóticos. Estas
riquezas permitían la distribución gratuita de alimento a la ciudadanía,
grandiosas obras públicas e increíbles espectáculos. El pueblo vivía de
forma espléndida, los senadores se enriquecían por encima de toda
medida, y los generales orgullosos recorrían triunfantes la ciudad.
El conquistador conquistado
Sin embargo, en otro terreno, los propios conquistadores fueron
los conquistados. La sociedad romana, concebida para la lucha y el
sacrificio, estaba acostumbrada a combatir a los rudos itálicos y fieros
hispanos, pero no estaba preparada para enfrentarse culturalmente a
Grecia y Oriente.
Cuando entraron victoriosos en Atenas, los romanos quedaron
fascinados por la belleza de su arte,
el refinamiento de su filosofía, y la dulce musicalidad de un idioma
concebido para el razonamiento. Los nobles romanos comenzaron a copiar
las esculturas griegas, enviar a sus hijos a aprender su idioma, asistir
a sus representaciones teatrales, y deleitarse con la música y la
poesía llegadas de Oriente.
Los más conservadores, escandalizados, aseguraban que eso sería
el fin del espíritu romano, y que las delicadas costumbres griegas
conducirían a la ciudad, después de tanto esfuerzo, a la molicie y la
decadencia. No podían estar más equivocados. Tras asimilar la cultura
griega, Roma, que ya dominaba el Mediterráneo por la fuerza de las
armas, comenzó a hacerlo también por la potencia de su civilización, que
extendió, como un inesperado regalo, por todos los rincones del mundo
conocido, sembrando con ello las semillas de la cultura occidental.
El colapso de la República
El poder de Roma se vuelve contra ella
Julio César cae asesinado a
la entrada de la Curia. Un nutrido grupo de senadores, con Brutus a la
cabeza, se había conjurado para darle muerte, en un intento desesperado
por salvar la República.
El conflicto de los Gracos
Estos enfrentamientos entre los guardianes de las antiguas
tradiciones romanas y los partidarios de las novedades venidas de Grecia
volvieron a introducir –a mediados del siglo II a.C.- un clima de gran
agitación en el interior de la ciudad, que cristalizó con el famoso
conflicto de los Gracos.
Los Gracos eran dos hermanos de ideas avanzadas que, como Tribunos de la Plebe y en defensa de sus intereses, reclamaban una
reforma agraria: la distribución gratuita de tierras entre los ciudadanos más pobres de Roma, en perjuicio de los todopoderosos terratenientes.
Los dos fueron asesinados. El mayor, el mismo día en que acababa su mandato de Tribuno, pues los Tribunos de la Plebe –como
dijimos- eran sagrados e inviolables. Con el hermano menor, sin embargo, ni siquiera esperaron a que expirara su mandato.
La crisis del siglo I a.C.
La muerte violenta de los Gracos dio comienzo al siglo I a.C., el
más terrible y convulso de la Historia de Roma. Durante ese siglo, Roma
se desangró en interminables
Guerras Civiles, cuya causa era precisamente su poder y sus inmensos dominios.
En efecto, las instituciones Republicanas, que habían servido
para gobernar la ciudad durante 500 años y la habían conducido a la
conquista del Mediterráneo, eran insuficientes para administrar sus
posesiones.
Los romanos habían dispuesto sus leyes para evitar que un solo
hombre ostentara el poder absoluto, pero los generales romanos se habían
vuelto demasiado poderosos. Apoyados en sus legiones y en los recursos
de las provincias que gobernaban, pugnaban entre sí para hacerse con el
poder en solitario. Primero
Mario y
Sila, después
Julio César y
Pompeyo, sumieron el Mediterráneo en un baño de sangre.
La obra de Julio César
Al final de este periodo convulso destaca la figura gigantesca de
Julio César: el hombre que, por fin, consiguió concentrar en su mano
todos los poderes políticos de forma indefinida. Pero Roma, orgullosa de
su tradición republicana, no estaba madura para semejante cambio, y
Julio César fue asesinado por un nutrido grupo de senadores en el año 44
a.C.
Augusto, el primer emperador
El arquitecto del nuevo régimen
Augusto utilizó
profusamente la iconografía para reforzar la legitimidad de su poder. En
esta pieza (llamada "Gemma Augustea", 22 cm. de ancho, tallada hacia el
año 10 a.C.), aparece representado como Júpiter, sentado junto a la
diosa Roma.
La sucesión de Julio César
Ante el cadáver de César y los ojos del pueblo, Marco Antonio –al
que todos creían su sucesor natural- rompió los sellos de su
testamento. Julio César adoptaba a título póstumo y dejaba como
único heredero... al joven Cayo Octavio (conocido después como Augusto). Todos quedaron atónitos, especialmente el defraudado Marco Antonio.
Cayo Octavio apenas tenía 18 años, y era un joven inteligente y
reservado, de aspecto enfermizo, pariente lejano de Julio César, en
quien el dictador creyó descubrir las extraordinarias cualidades que
Roma necesitaba. Y no se equivocó.
Octavio gobernó Roma junto con Marco Antonio, hasta que consiguió
deshacerse de él, en la última de las guerras civiles que asolaron la
República. La victoria sobre Marco Antonio y Cleopatra (su aliada y
amante), el año 31 a.C., colocó Roma en sus manos. Habían pasado 13 años
desde la muerte de César.
El arquitecto prudente del Imperio
Todos eran conscientes de que Augusto se proponía ocupar el poder
en solitario, pero él, astuto y prudente, nunca lo proclamó
abiertamente. Mientras iba edificando el Imperio, repetía sin descanso
que todas las modificaciones estaban destinadas a
mejorar el funcionamiento de la República.
Las reformas, lentas y escalonadas, se espaciaron cuidadosamente durante décadas a lo largo de su extenso reinado, de más de
40 años.
Al principio, llegó incluso a fingir que abandonaba la vida pública
para devolver la normalidad a la República. Cuando la ciudadanía y el
Senado, sabedores de que sólo él los separaba de una nueva Guerra Civil,
le suplicaron que renovara su mandato, sólo permitió una prórroga
temporal, y tardó mucho tiempo en aceptar del Senado un poder
indefinido.
Exhaustos tras un siglo de enfrentamientos civiles,
proscripciones y matanzas, Roma concedió todo su apoyo a ese hombre
sereno y prudente, que ofrecía paz y orden a cambio del dominio del
estado.
La fecha para el comienzo del Imperio suele fijarse en el año 27, momento en que el Senado le concede el
título de Augusto,
un calificativo de carácter religioso, que elevaba a su portador por
encima del resto de los hombres. Éste también pasó a ser el nombre del
octavo mes del año, aquel en el que había nacido el salvador de Roma.
Respetando la idiosincrasia romana, que detestaba profundamente
la monarquía, Augusto supo combinar con inteligencia tradición y
renovación al crear el Imperio, una
nueva forma de gobierno en la
que el emperador no sería un rey, ni un tirano, sino el primero de los
senadores, destinado a velar por el bienestar de todos.
Una edad dorada
Como un reflejo de la paz pública y de la bonanza económica, el
reinado de Augusto inauguró la época más brillante de la cultura romana.
Algunas de las figuras más destacadas de la literatura: Virgilio,
Ovidio, Tito Livio... cantaron las excelencias del nuevo orden. Sus
obras, armoniosas y equilibradas, constituyen el período de más puro
clasicismo en el arte y la literatura romanas: una edad dorada a la que
los autores de todas las épocas acudirían una y otra vez con añoranza.
Aliviada tras el infierno de las Guerras Civiles, todo en la
ciudad proclamaba el nacimiento de una nueva era de paz y prosperidad,
la gloria del Imperio y la llegada al Mediterráneo de la
Pax Romana.
Los emperadores Julio-Claudios
Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón
Claudio, descubierto por
la guardia pretoriana temblando de miedo tras una cortina, es proclamado
emperador después del asesinato de Calígula
Las nuevas instituciones
Las innumerables reformas de Augusto, continuadas más tarde por
sus sucesores, crearon una maquinaria administrativa bien engrasada,
capaz de gobernar hasta el último rincón de un Imperio que se extendía
desde Hispania hasta Siria, y desde Normandía hasta Egipto.
Gracias a estas transformaciones, el ordenamiento imperial se
convirtió en una estructura sólida, cuya eficacia mejoraba cuando al
frente se encontraba un emperador capaz, pero que también podía resistir
las veleidades de los monarcas estúpidos o crueles.
Por eso, aunque los sucesores de Augusto, los emperadores
Julio-Claudios, se hicieron célebres por sus locuras, los cuadros medios
y bajos de la administración siguieron funcionando, y en las provincias
apenas sufrieron los desmanes de unos emperadores que sumieron la
ciudad de Roma en el terror.
Primeros sucesores de Augusto
El primer sucesor de Augusto fue
Tiberio, un gran general,
inteligente y capaz, pero al que las circunstancias habían obligado a
ejercer un poder absoluto que repugnaba a su talante aristocrático y a
su espíritu conservador. Tiberio despreciaba profundamente la adulación a
la que se habían visto reducidos los senadores, y poco a poco su
carácter reservado derivó en una profunda misantropía.
Pero el imperio siguió funcionando sin sobresaltos, aunque
Tiberio pasó los últimos 10 años de su vida retirado en la isla de
Capri, después de haber dejado el gobierno en manos de un ministro, sin
querer firmar más órdenes que las que llevaron a la muerte a decenas de
senadores, conjurados para deponerle.
Su sucesor,
Calígula, se creía un dios en vida, y mandó
arrancar las cabezas de todas las estatuas de los dioses de su palacio
para colocar la suya. En cierta ocasión, enojado con Neptuno, señor de
los mares, le declaró la guerra, y ordenó a sus legiones que lanzaran
sus venablos al agua y que como botín recogieran centenares de conchas,
que hizo enviar a Roma en preciosos cofres para adornar su triunfo. Tras
haberse atraído el odio hasta de sus colaboradores más cercanos,
Calígula murió asesinado cuatro años después de iniciar su reinado.
Sin saber muy bien qué hacer, la guardia pretoriana recorrió el
palacio imperial en busca de un sucesor, y encontró al tío de Calígula,
Claudio,
temblando de miedo tras una cortina. Los pretorianos resolvieron al
punto convertirle en amo del mundo, y este hombre de cincuenta años, al
que todos habían considerado un estúpido, que tartamudeaba al hablar y
caminaba cojeando, fue capaz de regir el Imperio con justicia y
sabiduría, mejorando sustancialmente el funcionamiento de la
administración.
Respecto a su sucesor,
Nerón, ha quedado como ejemplo de
la depravación a la que puede conducir un poder inconmensurable, cuando
se deja en manos de un muchacho vanidoso y cruel.
Y mientras tanto, sin embargo, las provincias eran ricas y
prósperas, los caminos y las fronteras seguros, los jueces y los
gobernantes eficaces.
Como Calígula, Nerón también murió de modo violento, en el año 68 d.C., cuando fue obligado a quitarse la vida.
Los emperadores Flavios
Roma después de Nerón
El arquitecto del Coliseo presenta al emperador Vespasiano una maqueta del proyecto
Cambio de dinastía
La muerte de Nerón sin herederos puso fin a la dinastía Julio-Claudia, y sumió a Roma en una
guerra civil que se resolvió en menos de un año, con el ascenso del general
Vespasiano,
que inauguró una nueva dinastía de emperadores: los Flavios. Por
primera vez, las legiones estacionadas en las provincias habían sido
capaces, por sí solas, de conducir a su general hasta el trono imperial.
Hombre frugal, trabajador y sencillo, Vespasiano fue un gran
administrador, dedicado en cuerpo y alma al gobierno del Imperio, y
durante su reinado se sanearon las arcas del Estado, que habían quedado
exhaustas tras los absurdos derroches de Nerón.
A su muerte le sucedió su hijo
Tito, al que los romanos llamaban
delicia del género humano,
por su carácter afable y en extremo generoso. Durante su corto reinado
se inauguró el Coliseo, cuya construcción había sido comenzada por su
padre 8 años antes, en uno de los vastos terrenos que ocupaba Nerón en
el centro de la ciudad.
Por desgracia, Tito murió dos años después de subir al trono, que
fue ocupado por su hermano Domiciano, tan diferente de él como la noche
del día.
Domiciano
Parecía que, irremediablemente, el poder corrompía la sangre de
sus gobernantes. Las dinastías que comenzaban con tan buenos augurios,
acababan degenerando en gobiernos despóticos. Aunque
Domiciano
fue un emperador apreciado en las provincias por la severidad con la que
juzgaba a los gobernadores corruptos, y era casi idolatrado por los
legionarios, acabó por hacerse odioso a los romanos por su crueldad, y
llegó a ser considerado como un nuevo Nerón.
Tras 16 años de gobierno, Domiciano fue asesinado por un complot palaciego en el que estaba involucrada su propia esposa.
El Senado gestiona la sucesión
Pero esta vez, a diferencia de lo ocurrido con Nerón, el Senado
supo manejar la situación: en una sola sesión extraordinaria, la
asamblea eligió a un emperador de transición, el respetable
Nerva,
un senador anciano y sin hijos. Este se apresuró a adoptar como
heredero y sucesor a Trajano, el mejor general de Roma, ganándose así el
apoyo del ejército.
La Edad de Oro del Imperio
La época de los grandes emperadores
El emperador Adriano en actitud reflexiva
La llegada al trono de Trajano, en el año 98 d.C. inauguró la era más gloriosa del Imperio, el siglo en el que Roma alcanzó su máximo esplendor y desarrollo.
El logro del equilibrio
Durante varias generaciones, el Imperio estuvo gobernado por
emperadores extraordinariamente capaces. Los reinados de estos hombres
fueron largos y prósperos, y cuando morían, la sucesión tenía lugar
pacíficamente, cediendo su lugar al más capacitado para ejercer el
poder.
Trajano gobernó Roma durante 19 años, su sucesor Adriano 21,
Antonino Pío 23 y Marco Aurelio, el emperador filósofo, 19. Parecía que
por fin, se había conseguido conjurar definitivamente el fantasma de las
guerras civiles, que el Imperio había alcanzado un equilibrio perfecto y
que ya nada podría destruirlo.
De hecho, el siglo II es conocido como el siglo de Oro del
Imperio Romano. Durante esta centuria se extendió por todas partes una
sensación de plenitud y perfección. Se construyeron acueductos, nuevas
calzadas y grandes edificios públicos. El Imperio se podía recorrer de
punta a punta sin temor a los bandidos y a la prosperidad económica se
sumó un extraordinario florecimiento cultural.
Tres grandes emperadores
Trajano, el gran general, aportó a Roma sus últimas
conquistas -la Dacia, Arabia y Mesopotamia- llevando las fronteras hasta
su máxima expansión.
Su sucesor,
Adriano, juzgó que el Imperio no debía
extenderse más, y que era el momento de aumentar la cohesión de sus
vastos dominios. Viajero infatigable, recorrió todas sus provincias para
mejorar su funcionamiento y asegurar sus fronteras.
A su muerte, comenzó el tranquilo reinado de
Antonino Pío, un hombre tan bondadoso y clemente, que parecía no un emperador sino un padre quien estaba al frente del Imperio.
Primeros signos preocupantes
Sin embargo, bajo su sucesor
Marco Aurelio, que fue
también un magnífico gobernante, comenzaron a aparecer los primeros
síntomas de que la Edad de Oro estaba llegando a su fin.
Los
bárbaros, ansiosos por alcanzar las riquezas de Roma,
asediaban todas las fronteras del Imperio. Cuando los ataques eran
lanzados por guerreros, las legiones romanas podían rechazarlos con
cierta facilidad. Pero pronto comenzaron a llegar tribus enteras:
hombres, mujeres, niños y ancianos, grandes oleadas de gente hambrienta
llegadas de Europa Central y las estepas rusas. Estas masas migratorias,
detenidas contra la barrera que marcaba el límite del Imperio, no
buscaban presentar batalla, sino nuevas tierras en las que asentarse, y
contra ellos no cabía emplear el recurso de las armas.
El Imperio, que había alcanzado con Trajano su máxima expansión,
comenzará a contraerse
a partir de Marco Aurelio. Este príncipe filósofo, amante de la paz, y
autor de algunas de las obras más interesantes del pensamiento romano,
se vio obligado a combatir sin descanso en la frontera del Danubio. Pero
Roma ya no peleaba para conquistar nuevos territorios, sino para
defenderse, y a partir de este momento, cada derrota supondría la
pérdida de una parte de sus dominios.
La sucesión de Marco Aurelio
Para acabar de empeorar las cosas, un hombre tan sabio como Marco
Aurelio se dejó cegar por el afecto a los de su propia sangre,
rompiendo el excelente sistema de sucesión que tan bien había funcionado
durante todo el siglo. En lugar de elegir al hombre más adecuado para
sucederle, entregó el imperio a su hijo
Cómodo, a pesar de que éste había dado muestras de una crueldad que el ejercicio del poder sólo podría acentuar.
Los graves problemas del Imperio
Roma se precipita en el caos
El emperador Septimio Severo se incorpora para reprochar a su hijo Caracalla que intentara asesinarle.
Cómodo
Con el reinado de Cómodo acababa la Edad de Oro del Imperio y comenzaba la
Edad de Hierro.
Su primera decisión fue firmar apresuradamente la paz con los bárbaros.
Incapaz de enfrentarse con valor al enemigo, era sin embargo un gran
aficionado a los combates de gladiadores, y le gustaba mezclarse con
estos hombres de baja condición, contra los que combatía con espadas sin
filo y tridentes sin punta.
De regreso a Roma, Cómodo dio rienda suelta a su carácter
violento y a sus delirios de grandeza: quiso que los romanos le
rindieran culto como a Hércules, cambió a su antojo los nombres de los
doce meses, e incluso el de la propia Roma, que se convirtió en la
Colonia Nova Commodiana.
El primer día del año 193, considerando que con ello agradaría a
los dioses, tenía planeado sacrificar a los dos cónsules, después de que
éstos, ignorantes de su destino, concluyeran el desfile ritual que
inauguraba el año. Pero el 31 de diciembre, antes de que pudiera llevar a
cabo sus planes, fue estrangulado en el baño por uno de sus esclavos.
Cambio de dinastía: los Severos
A su muerte, el Senado, que ya había perdido casi todo su poder,
dejó hacer a los soldados, pues en lo sucesivo sería la fuerza de las
legiones la que decidiría el futuro de Roma. Tras varios meses de
incertidumbre, se hizo con el poder Septimio Severo, el primer emperador
proveniente del norte de África, que inauguraba la dinastía de los
Severos.
Estos emperadores rudos, pero buenos administradores, impusieron un corto período de estabilidad.
La ciudadanía romana
El sucesor de Septimio Severo,
Caracalla, es recordado en
todos los libros de Historia por haber concedido la ciudadanía romana a
todos los habitantes del Imperio, en el año 212.
La condición de ciudadano había sido un codiciado bien al alcance
de muy pocos a comienzos del Imperio, pero se había ido extendiendo
progresivamente con el paso del tiempo, hasta el punto de que la medida
de Caracalla, destinada en realidad a aumentar los contribuyentes para
poder pagar más soldada a las tropas, no tuvo demasiada trascendencia
práctica, pero sí simbólica.
Roma había dejado de ser una ciudad que gobernaba en su provecho
territorios obtenidos por conquista, para convertirse en un solo Imperio
en el que todos sus habitantes eran iguales, sin importar el lugar de
nacimiento.
Estas transformaciones, casi imperceptibles para sus
contemporáneos, conducirían poco a poco a que Roma fuera una ciudad más
dentro de su propio Imperio, y darían comienzo a su lenta decadencia.
Fin de la dinasía
Caracalla fue un emperador cruel, capaz de asesinar a su propio
hermano, Geta, en presencia de su horrorizada madre. Creyéndose él mismo
una reencarnación de Alejandro Magno, arrastró al imperio a una
inoportuna campaña en Oriente para emular las conquistas del Macedonio.
Como tantos otros emperadores indignos, murió asesinado, mientras
preparaba una campaña en Siria, en el año 217.
La gran confusión del siglo III
El final de la dinastía de los Severos abrió uno de los siglos
más confusos de la Historia del Imperio: el siglo III. En él se
sucedieron medio centenar de emperadores, algunos de los cuales
permanecieron apenas unos días en el trono. Mientras generales sin
escrúpulos se disputaban la púrpura y arrastraban a las legiones a la
Guerra Civil, los bárbaros asediaban las fronteras, la población se
empobrecía y las provincias se sumían en el caos. Por momentos llegó a
parecer que el Imperio había llegado a su fin, que todo se perdería en
un remolino de lucha y sangre.
Las grandes reformas
División del Imperio
Imagen de los cuatro tetrarcas que gobernaron el Imperio con Diocleciano
Las reformas de Diocleciano
Durante el siglo III Roma se hallaba sumida en el caos y su final
parecía inminente. Sin embargo, un oscuro general de origen humilde,
Diocleciano, consiguió tomar de nuevo las riendas del poder con mano
firme, y el año 285 inauguró una era de reformas que asegurarían la
supervivencia del Imperio durante casi dos siglos más en Occidente y mil
años en Oriente.
Diocleciano se percató de que un solo emperador no era suficiente
para atender todas las necesidades del Impero y decidió dividir sus
dominios en dos, colocando la línea divisoria en la península balcánica.
Fundó así la famosa
tetrarquía: cada parte del imperio (la
oriental y la occidental) sería gobernada por un emperador, con el
título de augusto, que a su vez tendría como subordinado a una especie
de vice-emperador, llamado César, que atendería a la seguridad de las
fronteras.
Constantino
Con ciertas modificaciones, sus reformas fueron mantenidas y
continuadas por Constantino. Pero el reinado de este emperador merece
una atención particular por dos hechos fundamentales:
1) El año 313 d.C. Constantino declaró la
libertad de cultos
en todo el Imperio, y el Cristianismo, tantas veces perseguido, inició
entonces el largo camino que le convertiría en la religión oficial de
Roma.
2) Además, este emperador fundó la nueva ciudad de
Constantinopla, a la que convirtió en
capital imperial.
De este modo, mil años después de su fundación, Roma quedaba reducida a
una ciudad secundaria dentro del Imperio que ella misma había creado.
Durante todo el siglo IV, las profundas reformas de Diocleciano
permitieron administrar, con muchas dificultades, un imperio acosado por
los bárbaros y debilitado por el empobrecimiento de sus provincias. Los
escasos recursos del Estado no daban abasto para sofocar todos los
intentos de invasión de unos pueblos atrasados que deseaban alcanzar el
Imperio no ya para destruirlo, sino para disfrutar de sus ventajas.
Teodosio divide el Imperio
Finalmente, el año 378 subió al trono el hispano Teodosio,
llamado el Grande. Obligado a defender las fronteras sin disponer apenas
de tropas, Teodosio comenzó a servirse de forma masiva de
soldados bárbaros,
y firmó un tratado con los godos, a los que ofreció la posibilidad de
asentarse en territorio romano, a cambio de que sirvieran en las
legiones.
Además, Teodosio convirtió el Cristianismo en
religión oficial de Roma,
al tiempo que prohibía la práctica del paganismo. La Iglesia y la fe de
Cristo se identificaron con el Imperio, y los cristianos, otrora
perseguidos, comenzaron a ocupar los altos cargos de la administración.
La excelente organización de la Iglesia alcanzaba lugares a los que no
llegaba la administración romana, y con el tiempo ocuparía en parte su
lugar.
Buscando una última solución desesperada a los problemas del
Imperio, Teodosio decidió repartirlo a su muerte (395 d.C.) entre sus
dos hijos, dando comienzo a la histórica división, que será ya
definitiva, entre Oriente y Occidente. El imperio de Occidente quedó a
cargo de
Honorio, y el de Oriente en las manos de
Arcadio.
Las invasiones bárbaras
Fin del Imperio Romano
Occidente asediado
La división del Imperio en dos mitades, a la muerte de Teodosio,
no puso fin a los problemas, sobre todo en la parte occidental.
Burgundios, Alanos, Suevos y Vándalos campaban a sus anchas por el
Imperio y llegaron hasta Hispania y el Norte de África.
Los dominios occidentales de Roma quedaron reducidos a Italia y
una estrecha franja al sur de la Galia. Los sucesores de Honorio fueron
monarcas títeres, niños manejados a su antojo por los fuertes generales
bárbaros, los únicos capaces de controlar a las tropas, formadas ya
mayoritariamente por extranjeros.
El año 402, los godos invadieron Italia, y obligaron a los emperadores a trasladarse a
Rávena,
rodeada de pantanos y más segura que Roma y Milán. Mientras el
emperador permanecía, impotente, recluido en esta ciudad portuaria del
norte, contemplando cómo su imperio se desmoronaba, los godos saqueaban y
quemaban las ciudades de Italia a su antojo.
El saqueo de Roma
En el 410 las tropas de
Alarico asaltaron Roma. Durante
tres días terribles los bárbaros saquearon la ciudad, profanaron sus
iglesias, asaltaron sus edificios y robaron sus tesoros.
La noticia, que alcanzó pronto todos los rincones del Imperio,
sumió a la población en la tristeza y el pánico. Con el asalto a la
antigua capital se perdía también cualquier esperanza de resucitar el
Imperio, que ahora se revelaba abocado inevitablemente a su destrucción.
Los cristianos, que habían llegado a identificarse con el Imperio
que tanto los había perseguido en el pasado, vieron en su caída una
señal cierta del fin del mundo, y muchos comenzaron a vender sus
posesiones y abandonar sus tareas.
San Agustín, obispo de Hipona, obligado a salir al paso de estos sombríos presagios, escribió entonces
La Ciudad de Dios
para explicar a los cristianos que, aunque la caída de Roma era sin
duda un suceso desgraciado, sólo significaba la pérdida de la Ciudad de
los Hombres. La Ciudad de Dios, identificada con su Iglesia,
sobreviviría para mostrar, también a los bárbaros, las enseñanzas de
Cristo.
Fin del Imperio Romano de Occidente
Finalmente, el año 475 llegó al trono
Rómulo Augústulo. Su
pomposo nombre hacía referencia a Rómulo, el fundador de Roma, y a
Augusto, el fundador del Imperio. Y sin embargo, nada había en el joven
emperador que recordara a estos grandes hombres. Rómulo Augústulo fue un
personaje insignificante, que aparece mencionado en todos los libros de
Historia gracias al dudoso honor de ser el último emperador del Imperio
Romano de Occidente. En efecto, sólo un año después de su acceso al
trono fue depuesto por el general bárbaro
Odoacro, que declaró vacante el trono de los antiguos césares.
Así, casi sin hacer ruido, cayó el Imperio Romano de Occidente,
devorado por los bárbaros. El de Oriente sobreviviría durante mil años
más, hasta que los turcos, el año 1453, derrocaron al último emperador
bizantino. Con él terminaba el bimilenario dominio de los descendientes
de Rómulo.