miércoles, 10 de octubre de 2012

LA HISTORIA DE ROMA

Presentación


Historia de Roma. Presentación
Esta Historia sencilla de la Antigua Roma ha sido redactada pensando en los que tienen pocos conocimientos de Historia, quizás porque nunca les gustó demasiado o porque la estudiaron hace muchos años y la han olvidado.
Contiene, básicamente, el texto de las primeras pistas históricas de nuestra Guia de Roma en mp3, Tutta Roma, al que iremos añadiendo poco a poco nuevos recursos: mapas, semblanzas, cronologías...
Uno de los objetivos para los que fue concebida esta Historia es poder hacer un rápido repaso antes de viajar a Roma, porque no hay mejor modo de preparar un viaje a Roma que releer su historia.
En efecto, Roma no es un destino cualquiera: hace 2000 años, su sola mención hacía temblar a los habitantes todo el mundo conocido. Y el Imperio que forjó es la cuna de nuestra civilización. Si antes de visitarla, repasas tus conocimientos sobre Julio César, Augusto, Nerón, Caracalla... ¡tu visita a Roma cobrará un atractivo insospechado!

Rómulo y Remo

El nacimiento de Roma

Romulo y Remo, de Rubens, hacia 1616. Museos Capitolinos
La leyenda de la loba es sólo una de las muchas que los romanos inventaron sobre los fundadores de su ciudad.

Entre la historia y la leyenda

La historia de los orígenes de Roma se pierde entre las brumas de la leyenda. Sus humildes comienzos no debieron distinguirse mucho de los de tantas ciudades de la región del Lacio. Pero con el tiempo, los antiguos historiadores romanos pensaron que la ciudad escogida por los dioses para convertirse en dueña del mundo debía tener un origen heroico, que adornaron con infinidad de leyendas, muchas veces contradictorias entre sí, llenas de dioses y héroes mitológicos.
De hecho, para los modernos investigadores resulta difícil distinguir leyenda y realidad, porque a veces, inesperados descubrimientos arqueológicos sacan a la luz las huellas de personajes y sucesos que parecían meras invenciones legendarias.

Rómulo y Remo

Roma fue fundada, según la tradición, por dos hermanos gemelos, Rómulo y Remo, que, acompañados de bandidos y vagabundos expulsados de sus propias ciudades, decidieron fundar un nuevo asentamiento junto al Tíber. Sin embargo, los dos hermanos no se ponían de acuerdo acerca del lugar en que levantarían su ciudad. Remo prefería el promontorio del Aventino, mientras que Rómulo se inclinaba por la colina del Palatino. Así las cosas, decidieron dejar su disputa al arbitrio de los dioses y -apostados cada uno en su colina-, se quedaron esperando una señal de lo alto.
La mañana del 21 de abril del año 753 a.C., Remo contemplaba el limpio cielo primaveral desde la cima del Aventino cuando divisó seis enormes buitres sobre su colina. Lleno de euforia, echó a correr hacia Rómulo, para anunciarle su victoria. Sin embargo, en ese mismo instante, una bandada de doce pájaros sobrevolaba el Palatino. Seguro de su victoria, y sin esperar la llegada de su hermano, Rómulo cogió un arado y comenzó a cavar el pomerium, el foso circular que fijaría el límite sagrado de la nueva ciudad, prometiendo dar muerte a quien osara atravesarlo.
Pero Remo, enojado por su derrota, lo cruzó desafiante de un salto. Obligado por el juramento que acababa de pronunciar, Rómulo dio muerte a su hermano, que fue el primero en pagar con su vida la violación de la frontera sagrada de Roma.
Esta leyenda encerraba para los romanos una halagüeña promesa: su ciudad sería perfecta y jamás tendría fin, como el foso que rodeaba el Palatino. Pero contenía también una oscura amenaza: la sombra del fratricidio sobre la que estaba fundada planearía como una maldición sobre Roma, en cuya historia abundaron los asesinatos y las Guerras Civiles.

El rapto de las sabinas

Los orígenes de Roma

Nicolas Poussin, El rapto de las sabinas (detalle), 1637-38
Para poblar la ciudad recién creada, Rómulo aceptó todo tipo de prófugos, refugiados y desarraigados de las ciudades vecinas, de procedencia latina. La colonia estaba formada íntegramente por varones, pero para construir una ciudad se necesitaban también mujeres. Pusieron entonces sus ojos en las hijas de los sabinos, que habitaban la vecina colina del Quirinal.
Para hacerse con ellas, los latinos organizaron una gran fiesta, con carreras de carros y banquetes, y cuando los sabinos se encontraban vencidos por los vapores del vino, raptaron a sus mujeres. Al regresar a sus casas y descubrir el engaño, los sabinos declararon de inmediato la guerra a los latinos.

La traición de Tarpeya

Antes de partir al campo de batalla, Rómulo encomendó la custodia de la ciudad a la joven Tarpeya, pero ésta, enamorada en secreto del rey de los sabinos, o anhelando una recompensa, prometió al monarca enemigo que le mostraría una vía oculta que conducía al Capitolio (donde estaba la fortaleza latina), a cambio de lo que él llevaba en el brazo izquierdo, en alusión a un brazalete de oro del rey. En efecto, los sabinos alcanzaron la ciudad gracias a las indicaciones de Tarpeya, pero en vez de entregarle su pulsera, el rey sabino ordenó a sus hombres que aplastaran a la traidora con sus escudos, que llevaban, precisamente, en el brazo izquierdo.
Otra versión de la leyenda cuenta que los romanos descubrieron su traición, y que la arrojaron al vacío por un precipicio, que pasó a llamarse la roca Tarpeya, inaugurando así la costumbre de castigar a los traidores a la patria lanzándolos desde ese punto.

Intervención de las sabinas

La ayuda de Tarpeya no evitó que sabinos y latinos se enfrentaran en el campo de batalla. En un momento del combate, en una célebre escena, múltiples veces representada en el arte, las sabinas se interpusieron entre los contendientes, abrazándose al cuello de sus maridos y familiares, para suplicarles que detuvieran la pelea. Pues si vencían los sabinos, ellas perderían a sus maridos, y si vencían los latinos tendrían que llorar la muerte de padres y hermanos. De modo que los contrincantes depusieron las armas y firmaron la paz.
Con esta leyenda ilustraban los romanos que su ciudad había nacido de la unión de dos pueblos: latinos y sabinos, a los que pronto se sumó un tercer elemento: los etruscos, un pueblo muy avanzado, que poblaba la actual Toscana y que poseía importantes intereses comerciales en la región del Lacio.

Los primeros sucesores de Rómulo

Reyes latinos y sabinos

Combate entre horacios y curiacios, Cavalier d'Arpino, Museos Capitolinos
Duelo entre horacios y curiacios por el dominio de Alba Longa
Desde la fundación de la ciudad por Rómulo hasta el advenimiento de la República (año 509 a.C.), Roma fue gobernada por siete reyes.

El piadoso Numa Pompilio

El primer sucesor de Rómulo fue Numa Pompilio, de origen sabino. Hombre severo y piadoso, fue el fundador de la religión romana. Numa Pompilio enseñó a los romanos la forma en la que debían rendir culto a sus dioses, estableció el calendario sagrado e instituyó las principales ceremonias religiosas, siguiendo las instrucciones que –según decía- cada noche le dictaba una ninfa llegada desde el Olimpo.
Fue, además, un rey pacífico. Durante todo su reinado el templo de Jano -que sólo se abría en tiempos de guerra- permaneció cerrado, algo que sólo ocurriría otras dos veces en la historia de Roma.

Tulio Hostilio, el guerrero

Por el contrario, el recuerdo de su sucesor, Tulio Hostilio, ha quedado asociado al de un gran guerrero, que organizó militarmente a los romanos y les enseñó a pelear. Conquistó Alba Longa, la ciudad más importante del Lacio, mediante un duelo singular entre Horacios y Curiacios, dos tríos de hermanos gemelos, que se decantó a favor de los primeros y amplió considerablemente el territorio de Roma.

Anco Marcio

Tulio Hostilio murió a manos de Anco Marcio (nieto de Numa), que le sucedió en el trono. Anco Marcio incorporó a Roma a los habitantes de varias ciudades latinas y amplió los límites de la ciudad. Construyó el puerto de Ostia e hizo que por vez primera Roma llegara al mar. Suyo es el primer puente de madera sobre el Tíber y la primera cárcel, consecuencia inevitable del crecimiento progresivo de la ciudad y con él, de sus problemas.
Roma iba dejando poco a poco de ser un núcleo pastoril y agrario. La ciudad estaba situada estratégicamente junto al principal vado del Tíber, y era un lugar de intensa actividad económica, de modo que los romanos comenzaban a enriquecerse con el comercio.

Los reyes etruscos

Roma empieza a crecer

Tramo de muralla serviana, junto a la Estación Termini, uno de los principales vestigios arqueológicos de los reyes etruscos.
Un siglo después de su fundación, el primitivo núcleo de pastores había ido creciendo hasta convertirse en una ciudad digna de tenerse en cuenta. A los cuatro primeros reyes, originarios de Roma, les sucedieron tres monarcas etruscos, de la poderosa familia de los Tarquinios. Por contraste con sus rústicos predecesores latinos y sabinos, los reyes etruscos provenían de una cultura mucho más avanzada, y mostraron a los romanos las ventajas del comercio y la industria.

Tarquinio Prisco

El primero de ellos, Tarquinio Prisco, culto e inteligente, se ganó la voluntad de los romanos mediante dádivas y, dicen que fue el primero en dirigir un discurso al pueblo pidiéndole su nombramiento. Para celebrar su triunfo y contentar a la plebe, organizó los primeros juegos en el actual emplazamiento del Circo Máximo, inaugurando una costumbre que no se interrumpió desde entonces.
Con el fin de reforzar su autoridad se hizo construir un palacio, en el que se mostraba, ante nobles y plebeyos, rodeado de un fastuoso ceremonial. Tarquinio Prisco convirtió Roma en una auténtica ciudad, con calles bien trazadas y barrios delimitados, cuyos desechos se arrojaban al Tíber a través de la Cloaca Máxima.

Servio Tulio

Su sucesor, Servio Tulio, era de origen humilde, pues había nacido de una esclava. Sin embargo, se educó en el palacio de Tarquinio el Viejo y acabó casándose con su hija. Fue un rey querido y respetado, que llevó a cabo importantes obras en la ciudad. Cuando más tarde los romanos llegaron a aborrecer la memoria de los reyes, guardaron siempre el recuerdo de Servio Tulio como un rey bienhechor.
Él construyó la primera muralla de Roma, llamada por ello muralla serviana, de la cual asoman todavía aquí y allá abundantes vestigios. Y reorganizó completamente el ordenamiento político de la ciudad, agrupando a sus ciudadanos no por su domicilio, sino en función de su riqueza. De este modo, impulsó la industria y el comercio, al abrir la carrera política a todos aquellos que, aún siendo de orígenes humildes, hubieran conseguido enriquecerse por sus propios méritos.


Tarquinio el Soberbio

Punto final de la monarquía

Brutus y otros familiares de Lucrecia se conjuran, ante su cadáver, para acabar con la tiranía de Tarquinio
El último de los reyes que tuvo Roma, Tarquinio el soberbio, encarnó como ningún otro la figura del tirano oriental que tanto acabarían odiando los romanos. Después de haber alcanzado el poder asesinando a su suegro (Servio Tulio), Tarquinio fue el primer monarca que se rodeó de una guardia personal para protegerse.
Ansioso de gloria, llevó a cabo importantes campañas militares en territorio etrusco, y también realizó obras de gran envergadura en la ciudad, entre las que destaca la construcción del majestuoso Templo de Júpiter en la cima del Capitolio, que sería durante siglos el más importante de Roma. A él se deben también el servicio personal obligatorio en la milicia, y el reparto gratuito de trigo a la población, llamado annona.
Pero sus victorias y sus construcciones no disimulaban su crueldad. Cansado de su despiadada arbitrariedad, el pueblo buscaba el modo de desembarazarse de su tiranía. El desencadenante de su caída fue la muerte de la joven Lucrecia. Esta honesta esposa había sido forzada por un hijo de Tarquinio, y tras confesar su desgracia a su padre y su marido, se suicidó delante de ellos atravesándose el corazón. La ciudadanía, encolerizada al enterarse del suceso, decidió expulsar al rey y a toda su familia.
Corría el año 509 a.C. y comenzaba la República romana, que gobernaría la ciudad durante cinco siglos.

Resumen de la monarquía y conclusión

Siete reyes habían gobernado Roma durante 250 años: los cuatro primeros, incluido Rómulo, pastores y agricultores de origen latino y sabino; los 3 últimos, de origen etrusco. Y se puede decir que su reinado fue positivo para Roma, que creció y se desarrolló como ciudad, alcanzando el predominio sobre el resto de los pueblos del Lacio.
Pero Tarquinio el Soberbio dejó un recuerdo tan odioso en la memoria de los romanos, que éstos renegaron para siempre de la monarquía, y no era concebible entre los políticos de la ciudad peor traición que la de querer convertirse en rey. Aunque hubo emperadores que superaron con creces las maldades de Tarquinio en el ejercicio de su poder, en el resto de su larga historia los reyes jamás volverían a Roma.


Patricios y plebeyos

Las primeras luchas civiles de la joven República

Vestimenta típica de patricios (izquierda) y plebeyos romanos

El ordenamiento constitucional republicano

Tras la expulsión de los reyes y la instauración de la República, en el año 509 a.C., el poder en Roma recayó sobre los patricios, jefes de las principales familias, que formaban el Senado y que eran elegidos por los ciudadanos para los distintos cargos públicos.
Teniendo en cuenta el funesto recuerdo que había dejado en los romanos el poder absoluto de los reyes, las instituciones republicanas fueron cuidadosamente diseñadas para que ningún hombre tuviera un poder excesivo. El gobierno lo ejercían siempre dos cónsules, que se renovaban de año en año. Cada uno de ellos podía vetar las decisiones del otro, y en tiempo de guerra dirigían las operaciones militares en días alternos.
Fue en ese momento, al comienzo mismo de la República, cuando las conocidas siglas SPQR, Senatus Populusque Romanus, “El senado y el pueblo romano” se convirtieron en la divisa de Roma, significando que todo se hacía en nombre de los dos grandes poderes que en teoría gobernaban la ciudad: el senado de patricios, y las asambleas de ciudadanos plebeyos, encargadas de elegir a los cargos públicos.

Gestación del conflicto

Sin embargo, esta aparente unidad escondía una profunda fractura interna que a punto estuvo de destruir la República ya en sus inicios. Los patricios, descendientes de las primeras familias que habían fundado la ciudad junto a Rómulo, disfrutaban de numerosos privilegios: sólo ellos podían formar parte del Senado, y sólo ellos podían desempeñar cargos públicos. Los patricios en el Senado hacían las leyes, los patricios como cónsules las ejecutaban, y patricios eran también los jueces que castigaban a los infractores de la ley.
A los plebeyos, que pagaban sus impuestos y acudían al ejército cuando se les convocaba, tan sólo les correspondía reunirse cada año para elegir a los magistrados entre los candidatos que presentaban los patricios. Indignados por esta situación que les obligaba a hacer frente a todos los inconvenientes de la ciudadanía, sin permitirles disfrutar de sus ventajas, los plebeyos emprendieron largas y encarnizadas luchas con los patricios para reclamar más derechos.

La secesión del Aventino

El primer episodio grave de estos enfrentamientos tuvo lugar apenas quince años después de la proclamación de la República. Cierto día del año 494 a.C., los plebeyos dejaron de cultivar la tierra, de comerciar y de servir en el ejército, y se retiraron a la colina del Aventino, proclamando que no volverían a sus tareas hasta que se reconocieran sus derechos.
Al principio, los patricios enviaron mensajeros que, entre ruegos y amenazas, instaron a los plebeyos a abandonar su actitud. Pero éstos se mantuvieron firmes, y la ciudad, falta de mano de obra, quedó sumida en el caos.
Al final, el Senado tuvo que capitular, y accedió a incluir una nueva magistratura en el ordenamiento institucional: los tribunos de la plebe. Estos magistrados, que sólo podrían ser elegidos entre candidatos plebeyos, tendrían como única función defender sus intereses, y dispondrían, para ello, del derecho de veto sobre cualquier resolución senatorial.
Para que este enorme poder no provocara represalias por parte de los patricios, los tribunos de la plebe serían considerados personas sagradas. Si alguien atentaba contra su vida, su cabeza sería sacrificada a Júpiter, y sus bienes subastados.

La primera ley escrita

Medio siglo después de estos episodios, en el año 451 a.C., los plebeyos obtuvieron una nueva conquista: diez hombres sabios elegidos entre los romanos redactaron la Ley de las Doce Tablas, que se convirtió en la primera ley escrita de Roma. Hasta entonces habían sido los jueces patricios quienes aplicaban la ley, basándose en las normas no escritas de la costumbre, lo que permitía todo tipo de arbitrariedades.


Guerras latinas y samnitas

La expansión de Roma por la península

Humillados. Los romanos son obligados a pasar bajo el yugo de las lanzas enemigas, en una de sus derrotas frente a los pueblos samnitas, al Sur de Roma.

Guerras latinas

Desde el comienzo de la República, Roma ejercía un poder predominante sobre el resto de las ciudades latinas, y les había impuesto un pacto de privilegio para ella, llamado Foedus Cassianum, que comenzaba con estas solemnes palabras: haya paz entre los romanos y todas las ciudades latinas mientras la posición del cielo y la tierra siga siendo la misma...
Pero aunque el cielo y la tierra no cambiaron su posición, las ciudades del Lacio intentaron librarse de la superioridad de Roma, y de los abusivos pactos que les imponía. Aliándose, cuando la ocasión era propicia, con enemigos exteriores como los belicosos volscos y ecuos, durante 150 años los latinos mantuvieron continuos enfrentamientos con Roma, conocidos como guerras latinas.
Finalmente, en el año 338 a.C. en la decisiva batalla naval de Antium, Roma derrotó a los volscos, llevándose un precioso tesoro, las proas de los barcos enemigos, o rostra, que durante siglos adornaron la tribuna de oradores del Foro Romano. Esta importante victoria señala el final de las guerras latinas.

Guerras samnitas

Tras conseguir dominar toda la región del Lacio y someter a volscos y ecuos, Roma tuvo que afrontar durante 50 años tres nuevas guerras con otros pueblos itálicos, conocidas como las guerras samnitas. Los samnitas, pueblo de rudos y guerreros montañeses instalados al Sur de Roma, suponían una constante amenaza para los habitantes del valle. Estos, cansados de las continuas incursiones samnitas, pidieron ayuda a Roma, que aprovechó la coyuntura para expandir su dominio.
Durante la segunda guerra samnita se produjo el famoso episodio de las Horcas Caudinas, uno de los sucesos más humillantes en la historia de Roma. Atrapado en un desfiladero junto a la ciudad de Caudium, todo el ejército, desarmado, fue obligado a pasar bajo el yugo de las lanzas samnitas, una costumbre que los romanos adoptaron desde entonces en sus victorias sobre otros pueblos.
A pesar de esta victoria parcial en las Horcas Caudinas, los samnitas fueron derrotados, y se rindieron definitivamente en el año 290 a.C., dejando a Roma el camino libre para expandirse hacia el Sur de la Península.

Por qué Roma vencedora

En todos los enfrentamientos bélicos, Roma demostraba una sorprendente determinación, que dejaba perplejos a sus adversarios y los sumía en el desánimo.
Si los romanos resultaban siempre victoriosos es porque ningún otro pueblo deseó la victoria tanto como ellos. Sin importar las batallas perdidas, los costes materiales o en vidas humanas, Roma volvía siempre a la pelea con la experiencia de los errores cometidos. Y jamás daba por terminada una guerra hasta asegurarse de que a sus enemigos no les quedaban ni los ojos para llorar su derrota.

La Primera Guerra Púnica

La lucha por Sicilia

La Primera Guerra Púnica tiene un fuerte componente de guerra naval, donde los cartagineses llevaron inicialmente la ventaja, por su mayor experiencia.

Origen del conflicto

Cuando, el año 272 a.C., la colonia griega de Tarento, en el Sur de Italia, cayó en manos de los romanos, Roma dominaba ya toda la península y se había convertido en uno de los estados más poderosos de su entorno. Era sólo cuestión de tiempo que su camino se cruzara con el de la otra gran potencia del Mediterráneo occidental: Cartago.
La ciudad de Cartago, en la costa norte de la actual Túnez, había sido fundada el siglo IX a.C. por marineros fenicios, que construyeron este enorme puerto en el centro de las rutas comerciales que surcaban el Mediterráneo. Además de su estratégica posición para el comercio, Cartago estaba rodeada de tierras fértiles, y muy pronto, los cartagineses (que también recibían el nombre de púnicos), extendieron su dominio hasta Sicilia. Allí tomaron contacto con los romanos, que se encontraban en plena expansión, y las dos potencias comenzaron a vigilarse con recelo.
Sicilia, rica en cereales, estaba poblada por prósperas colonias griegas, muchas de las cuales estaban dominadas por los cartagineses. Sin embargo, una de ellas, Mesina, situada en el estrecho entre Italia y la isla, decidió llamar en su auxilio a los romanos para que expulsaran a la guarnición cartaginesa que controlaba la ciudad. Cuando los mensajeros de Mesina llegaron al Senado se produjo una larga deliberación. Todos eran conscientes de que enviar ayuda militar a la ciudad desencadenaría un terrible enfrentamiento con Cartago, cuyas últimas consecuencias eran imprevisibles.
Al final, los romanos decidieron enviar a sus soldados. Era el año 264 a.C. y daba comienzo así la primera de las Guerras Púnicas, tres terribles enfrentamientos entre romanos y cartagineses que decidirían el destino de Occidente.

Primera Guerra Púnica

Roma –que poseía sólo una pequeña flota- apenas tenía experiencia en batallas navales. Así que, al principio, los cartagineses destruían con facilidad las naves que enviaban los romanos, mal dirigidas por sus inexpertos almirantes.
Pero cada derrota enseñaba a los romanos algo nuevo. Al final, se percataron de que su infantería era superior a la cartaginesa, y decidieron aprovechar esa ventaja. Para ello, diseñaron unas pasarelas de madera terminadas en garfios, con las que los legionarios podían cruzar hasta las naves enemigas. Los cartagineses sabían manejar mejor sus trirremes, pero sus marineros no estaban preparados para combatir cuerpo a cuerpo, y terminaron siendo derrotados.
Después de veinte largos años de guerra, en el año 241 a.C., los romanos se convirtieron en los únicos dueños de Sicilia, que pasó a ser la primera provincia romana.

Compromisos de Cartago

La derrotada Cartago se comprometió a no atacar jamás a un aliado de Roma, y tuvo que hacer frente a unas indemnizaciones millonarias. La cuantía de las compensaciones era tan elevada, que los cartagineses no podían pagarlas con los beneficios de sus dominios en África, y decidieron expandirse por las ricas tierras de la Península Ibérica. Pero, tras su victoria sobre Cartago, Roma se había convertido en una potencia temible, y también había puesto sus ojos en las tierras de Hispania.
Así que para evitar un nuevo enfrentamiento, decidió repartirse la Península con Cartago. La frontera se situaría en el Ebro. Los territorios al norte de este río serían para Roma, los del sur, para Cartago.



La Segunda Guerra Púnica. Aníbal

Roma se asoma al abismo

Aníbal atravesando los Alpes
Aníbal atravesando los Alpes con su ejército
Tras la derrota en la Primera Guerra Púnica, Cartago se vio obligada a pagar a Roma indemnizaciones de guerra millonarias. Para hacer frente a los pagos, llevó a cabo una nueva expansión ultramarina por las ricas tierras de la Península Ibérica, repletas de fértiles valles y ciudades populosas.
Los ejércitos cartagineses, al mando de Amílcar Barca, ocuparon el sur de Hispania, pero Amílcar fue asesinado por un indígena, y el control de las tropas pasó a manos de su hijo Aníbal, que apenas contaba 22 años.
Roma había pactado con los cartagineses una frontera en el río Ebro. Pero al sur del Ebro, en zona cartaginesa, se encontraba la ciudad de Sagunto, que había suscrito una alianza con Roma para defenderse de los púnicos. En su afán por conquistar toda la zona asignada, Aníbal puso cerco a Sagunto, y la ciudad pidió ayuda a sus aliados romanos. Corría el año 218 cuando Roma declaró la guerra a Cartago. Comenzaba la Segunda Guerra Púnica, que iba a decidir la Historia de Occidente.

El comienzo de la guerra

Los romanos pensaron que el enfrentamiento tendría lugar en la Península Ibérica. Pero Aníbal, que aunaba una extraordinaria capacidad táctica con una visión estratégica de largo alcance, diseñó un plan más ambicioso para el sometimiento de Roma.
Mientras el Senado romano enviaba todos sus efectivos a Hispania, Aníbal dejó a su hermano Asdrúbal al frente de las tropas de la Península, y lanzó a su ejército a una increíble travesía cruzando los Pirineos y los Alpes, para atacar Roma por el Norte.
Nadie podía esperar que un ejército entero se atreviera a cruzar los terribles pasos de alta montaña en invierno, por sendas nunca antes transitadas. La hazaña le costó a Aníbal la pérdida de un ojo y la muerte de la mayoría de los elefantes, pero las desprevenidas legiones romanas fueron derrotadas por tres veces en el norte de Italia, en las batallas de Tesino, Trebia y Trasimeno. Y así, en la primavera del año siguiente, ningún ejército se interponía ya entre Aníbal y Roma.

Aníbal a las puertas de Roma

La llegada del cartaginés sembró el pánico en la capital. En las calles, la muchedumbre aterrorizada no dejaba de gritar: Anibal ante portas!, ¡Aníbal a las puertas de Roma!. Las murallas de la ciudad habían olvidado ya la última vez que tuvieron que hacer frente a una amenaza semejante, y no resistirían un asedio. Las únicas legiones disponibles se hallaban en Hispania; los generales que podrían encabezar una resistencia desesperada, a semanas de distancia. Roma estaba perdida. A Aníbal le bastaba alargar la mano para tomar la ciudad y reducirla a cenizas.
Pero, misteriosamente, Aníbal no descargó el golpe. El cartaginés comprendía que la verdadera fuerza de Roma no se escondía tras sus muros. Si se detenía ante la capital, si comprometía a su ejército en un asedio que podría durar semanas, corría el riesgo de ser sorprendido en cualquier momento por los pueblos itálicos del Sur o por las legiones que volvieran de Hispania desde el Norte.
Para derrotar definitivamente a Roma Aníbal necesitaba dos cosas: obtener refuerzos de Cartago y privar a Roma de sus aliados itálicos. Por eso, pasando de largo ante la ciudad, se dirigió hacia el Sur.

La batalla de Cannas

Aprovechando el respiro, Roma, cuyos recursos parecían inagotables, reunió un nuevo ejército de ochenta mil hombres, el mayor que nunca hubiera comandado un general romano, y el verano del año 216 a.C. se enfrentó con Aníbal en la llanura de Cannas. La desigualdad de efectivos era de tres a uno a favor de los romanos. Pero, a pesar de ello, Aníbal consiguió envolver al ejército enemigo y aniquilarlo completamente.
La batalla de Cannas se recuerda como uno de los mayores prodigios de estrategia militar de todos los tiempos.

Buscando aliados

Libre de toda oposición, Aníbal intensificó su actividad diplomática, tratando de convencer a los aliados de Roma de que abrazaran la causa cartaginesa. Tuvo éxito con algunos pueblos, si bien la mayoría prefirió permanecer leal a Roma o expectante. Reclamó nuevos refuerzos de Cartago, pero la ciudad no se atrevía a desviar todos sus efectivos y quedar tan desprotegida como Roma.




Segunda Guerra Púnica. Escipión

El salvador de Roma

Escipión el Africano

Escipión en Hispania

Mientras Aníbal deambulaba por Italia, la estrategia romana, que había desplazado sus mejores tropas a Hispania, comenzaba a dar frutos. Allí, en una decisión sin precedentes en su historia, Roma había entregado el mando de sus legiones al jovencísimo Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de dos brillantes generales y perteneciente a una de las principales familias patricias.
Aunque había combatido ya junto a su padre en las batallas de Tesino y Cannas, Escipión contaba apenas 24 años, y era sólo un ciudadano particular, que no había desempeñado aún ninguna de las magistraturas que daban acceso al mando militar.
Su estirpe y su determinación insuflaron nuevos ánimos a unas tropas desesperadas, que bajo su mando consiguieron derrotar al ejército cartaginés comandado por los hermanos de Aníbal, Asdrúbal y Magón, hasta expulsarlos completamente de Hispania. En el año 205, sus legiones victoriosas estaban en condiciones de regresar a Italia.

La situación en Italia

Allí, los últimos restos de las tropas romanas habían aprendido la lección y evitaban cualquier enfrentamiento directo con Aníbal. Preferían hostigar a sus hombres desde la distancia, y sus ataques eran una sangría insoportable para el ejército cartaginés.
Sin haber sufrido jamás una derrota, después de haber tenido a la indefensa Roma a su merced, Aníbal, atrapado en Italia, sin aliados, sin provisiones y con apenas un tercio de su ejército, se vio obligado a regresar por mar a Cartago, tras haber estado deambulando por Italia durante 16 años.

Cambio de escenario y desenlace

Por fin, Roma se atrevió a llevar la guerra a suelo cartaginés. Escipión convenció al Senado de la necesidad de desembarcar cuanto antes en la costa norteafricana, en persecución de Aníbal, cada vez más acorralado. Ambos compartían además viejas deudas de sangre. Escipión había derrotado al hermano de Aníbal en Hispania, Asdrúbal, pero éste se había cobrado antes la vida del padre y el tío de Escipión.
Los dos grandes generales se enfrentaron por primera y última vez en la decisiva batalla de Zama, en el año 202 a.C. Roma y Cartago se hallaban al límite de sus fuerzas y el resultado sería decisivo. Aníbal recurrió a su genio táctico, Escipión a su astucia.
Para neutralizar a los elefantes, la más temible de las armas cartaginesas, el romano hizo sonar todas las trompetas de su ejército. Las bestias, aterrorizadas, huyeron en desbandada aplastando a la propia caballería cartaginesa. Aunque la infantería de Aníbal presentó batalla hasta el final, el gran general no pudo evitar su completa derrota.
Tras su victoria, Escipión obtuvo el sobrenombre de “el africano”, mientras Aníbal, abandonado por sus propios compatriotas, se vio obligado a refugiarse en la corte del rey de Bitinia, donde se quitó la vida con un veneno.
Tal vez fuera cierta la sentencia de su jefe de caballería, que, exasperado porque Aníbal no se decidía a conquistar Roma cuando la tenía en su mano, le dijo: Cierto es que los dioses no conceden todos sus dones a la misma persona. Tú sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria.

Situación de Roma tras la guerra

La derrota de Cartago convirtió a Roma en la dueña absoluta del Mediterráneo occidental, y dio paso a la época de las grandes conquistas. Pronto comenzó también la colonización de los territorios ya dominados: la Península Ibérica, el sur de la Galia y el Norte de África.



Final de las Guerras Púnicas

Cartago destruida

Catón el Viejo

Comparación de culturas

El concepto de colonización romana era muy diferente del de los cartagineses. Los púnicos se limitaban a explotar los recursos de los territorios conquistados. Roma lo hacía también pero, además, asentaba allí a sus veteranos de guerra, construía calzadas, puentes y acueductos, dotaba de leyes a esas comunidades, y les ofrecía todas las ventajas de su civilización.
La segunda Guerra Púnica decidió la historia de Occidente, construido sobre el Imperio Romano. Y nunca se podrá saber qué hubiera ocurrido si Escipión el africano no hubiera ganado en Zama, o si Aníbal hubiera destruido Roma, como todos esperaban que hiciera.

Cartago debe ser destruida

La victoria de Roma había reducido definitivamente a Cartago a una potencia menor, recluida en el norte de África. Sin embargo, los años pasaban y los romanos todavía recordaban con pánico los terribles momentos de la amenaza de Aníbal, lo cerca que habían estado de la catástrofe.
El viejo Catón, un senador célebre por su severidad y por su retórica, no perdía ocasión para recordar que debían aniquilar al enemigo. Sin importar el asunto del que estuviera hablando en la asamblea del Senado, sus discursos terminaban siempre con la misma coletilla: Delenda est Cartago!, ¡Cartago debe ser destruida!
Si no, alegaba, Roma jamás tendría descanso, y viviría siempre atemorizada por la amenaza púnica.

La Tercera Guerra Púnica

Al final, Escipión Emiliano, descendiente del gran general que había salvado a Roma en los tiempos de Aníbal, condujo la última Guerra Púnica, en el año 147 a.C., 55 años después de la derrota de Aníbal.
Fue necesario inventar una excusa para declarar la guerra, y los cartagineses, desesperados, no presentaron demasiada resistencia. Pero eso no les libró de uno de los más terribles castigos que haya sufrido jamás una ciudad. Los romanos saquearon, quemaron y arrasaron Cartago hasta los cimientos.
Y cuando la ciudad había desaparecido, convertida en un montón de ruinas humeantes, los romanos pasaron el arado, sembraron con sal, y maldijeron esa tierra para siempre, de modo que nadie volvió a habitar jamás la ciudad que un día había sido la más poderosa del Mediterráneo.
Roma había exorcizado al más terrible de sus demonios y era dueña absoluta de toda la cuenca occidental del Mediterráneo.




El encuentro con Grecia

El conquistador conquistado


Después de las Guerras Púnicas, aún quedaban grandes reyes que se atrevieron a hacer frente al poderío de Roma, en Grecia, en Turquía y en Siria, pero fueron barridos por la incontenible marea de sus legiones.
Mucho han debatido los historiadores sobre este sorprendente afán de dominio, que llevó a los romanos a someter una tras otra todas las naciones del Mediterráneo. Los propios romanos lo atribuían al deseo de los dioses.
Lo cierto es que sus ciudadanos se habían acostumbrado a las conquistas y a sus beneficios: además del oro, la plata y las piedras preciosas, con cada victoria Roma recibía incontables tributos en especie, cientos de esclavos, obras de arte y animales exóticos. Estas riquezas permitían la distribución gratuita de alimento a la ciudadanía, grandiosas obras públicas e increíbles espectáculos. El pueblo vivía de forma espléndida, los senadores se enriquecían por encima de toda medida, y los generales orgullosos recorrían triunfantes la ciudad.

El conquistador conquistado

Sin embargo, en otro terreno, los propios conquistadores fueron los conquistados. La sociedad romana, concebida para la lucha y el sacrificio, estaba acostumbrada a combatir a los rudos itálicos y fieros hispanos, pero no estaba preparada para enfrentarse culturalmente a Grecia y Oriente.
Cuando entraron victoriosos en Atenas, los romanos quedaron fascinados por la belleza de su arte, el refinamiento de su filosofía, y la dulce musicalidad de un idioma concebido para el razonamiento. Los nobles romanos comenzaron a copiar las esculturas griegas, enviar a sus hijos a aprender su idioma, asistir a sus representaciones teatrales, y deleitarse con la música y la poesía llegadas de Oriente.
Los más conservadores, escandalizados, aseguraban que eso sería el fin del espíritu romano, y que las delicadas costumbres griegas conducirían a la ciudad, después de tanto esfuerzo, a la molicie y la decadencia. No podían estar más equivocados. Tras asimilar la cultura griega, Roma, que ya dominaba el Mediterráneo por la fuerza de las armas, comenzó a hacerlo también por la potencia de su civilización, que extendió, como un inesperado regalo, por todos los rincones del mundo conocido, sembrando con ello las semillas de la cultura occidental.




El colapso de la República

El poder de Roma se vuelve contra ella

Julio César cae asesinado a la entrada de la Curia. Un nutrido grupo de senadores, con Brutus a la cabeza, se había conjurado para darle muerte, en un intento desesperado por salvar la República.

El conflicto de los Gracos

Estos enfrentamientos entre los guardianes de las antiguas tradiciones romanas y los partidarios de las novedades venidas de Grecia volvieron a introducir –a mediados del siglo II a.C.- un clima de gran agitación en el interior de la ciudad, que cristalizó con el famoso conflicto de los Gracos.
Los Gracos eran dos hermanos de ideas avanzadas que, como Tribunos de la Plebe y en defensa de sus intereses, reclamaban una reforma agraria: la distribución gratuita de tierras entre los ciudadanos más pobres de Roma, en perjuicio de los todopoderosos terratenientes.
Los dos fueron asesinados. El mayor, el mismo día en que acababa su mandato de Tribuno, pues los Tribunos de la Plebe –como dijimos- eran sagrados e inviolables. Con el hermano menor, sin embargo, ni siquiera esperaron a que expirara su mandato.

La crisis del siglo I a.C.

La muerte violenta de los Gracos dio comienzo al siglo I a.C., el más terrible y convulso de la Historia de Roma. Durante ese siglo, Roma se desangró en interminables Guerras Civiles, cuya causa era precisamente su poder y sus inmensos dominios.
En efecto, las instituciones Republicanas, que habían servido para gobernar la ciudad durante 500 años y la habían conducido a la conquista del Mediterráneo, eran insuficientes para administrar sus posesiones.
Los romanos habían dispuesto sus leyes para evitar que un solo hombre ostentara el poder absoluto, pero los generales romanos se habían vuelto demasiado poderosos. Apoyados en sus legiones y en los recursos de las provincias que gobernaban, pugnaban entre sí para hacerse con el poder en solitario. Primero Mario y Sila, después Julio César y Pompeyo, sumieron el Mediterráneo en un baño de sangre.

La obra de Julio César

Al final de este periodo convulso destaca la figura gigantesca de Julio César: el hombre que, por fin, consiguió concentrar en su mano todos los poderes políticos de forma indefinida. Pero Roma, orgullosa de su tradición republicana, no estaba madura para semejante cambio, y Julio César fue asesinado por un nutrido grupo de senadores en el año 44 a.C.






Augusto, el primer emperador

El arquitecto del nuevo régimen

Augusto utilizó profusamente la iconografía para reforzar la legitimidad de su poder. En esta pieza (llamada "Gemma Augustea", 22 cm. de ancho, tallada hacia el año 10 a.C.), aparece representado como Júpiter, sentado junto a la diosa Roma.

La sucesión de Julio César

Ante el cadáver de César y los ojos del pueblo, Marco Antonio –al que todos creían su sucesor natural- rompió los sellos de su testamento. Julio César adoptaba a título póstumo y dejaba como único heredero... al joven Cayo Octavio (conocido después como Augusto). Todos quedaron atónitos, especialmente el defraudado Marco Antonio.
Cayo Octavio apenas tenía 18 años, y era un joven inteligente y reservado, de aspecto enfermizo, pariente lejano de Julio César, en quien el dictador creyó descubrir las extraordinarias cualidades que Roma necesitaba. Y no se equivocó.
Octavio gobernó Roma junto con Marco Antonio, hasta que consiguió deshacerse de él, en la última de las guerras civiles que asolaron la República. La victoria sobre Marco Antonio y Cleopatra (su aliada y amante), el año 31 a.C., colocó Roma en sus manos. Habían pasado 13 años desde la muerte de César.

El arquitecto prudente del Imperio

Todos eran conscientes de que Augusto se proponía ocupar el poder en solitario, pero él, astuto y prudente, nunca lo proclamó abiertamente. Mientras iba edificando el Imperio, repetía sin descanso que todas las modificaciones estaban destinadas a mejorar el funcionamiento de la República.
Las reformas, lentas y escalonadas, se espaciaron cuidadosamente durante décadas a lo largo de su extenso reinado, de más de 40 años. Al principio, llegó incluso a fingir que abandonaba la vida pública para devolver la normalidad a la República. Cuando la ciudadanía y el Senado, sabedores de que sólo él los separaba de una nueva Guerra Civil, le suplicaron que renovara su mandato, sólo permitió una prórroga temporal, y tardó mucho tiempo en aceptar del Senado un poder indefinido.
Exhaustos tras un siglo de enfrentamientos civiles, proscripciones y matanzas, Roma concedió todo su apoyo a ese hombre sereno y prudente, que ofrecía paz y orden a cambio del dominio del estado.
La fecha para el comienzo del Imperio suele fijarse en el año 27, momento en que el Senado le concede el título de Augusto, un calificativo de carácter religioso, que elevaba a su portador por encima del resto de los hombres. Éste también pasó a ser el nombre del octavo mes del año, aquel en el que había nacido el salvador de Roma.
Respetando la idiosincrasia romana, que detestaba profundamente la monarquía, Augusto supo combinar con inteligencia tradición y renovación al crear el Imperio, una nueva forma de gobierno en la que el emperador no sería un rey, ni un tirano, sino el primero de los senadores, destinado a velar por el bienestar de todos.

Una edad dorada

Como un reflejo de la paz pública y de la bonanza económica, el reinado de Augusto inauguró la época más brillante de la cultura romana. Algunas de las figuras más destacadas de la literatura: Virgilio, Ovidio, Tito Livio... cantaron las excelencias del nuevo orden. Sus obras, armoniosas y equilibradas, constituyen el período de más puro clasicismo en el arte y la literatura romanas: una edad dorada a la que los autores de todas las épocas acudirían una y otra vez con añoranza.
Aliviada tras el infierno de las Guerras Civiles, todo en la ciudad proclamaba el nacimiento de una nueva era de paz y prosperidad, la gloria del Imperio y la llegada al Mediterráneo de la Pax Romana.


Los emperadores Julio-Claudios

Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón

Claudio, descubierto por la guardia pretoriana temblando de miedo tras una cortina, es proclamado emperador después del asesinato de Calígula

Las nuevas instituciones

Las innumerables reformas de Augusto, continuadas más tarde por sus sucesores, crearon una maquinaria administrativa bien engrasada, capaz de gobernar hasta el último rincón de un Imperio que se extendía desde Hispania hasta Siria, y desde Normandía hasta Egipto.
Gracias a estas transformaciones, el ordenamiento imperial se convirtió en una estructura sólida, cuya eficacia mejoraba cuando al frente se encontraba un emperador capaz, pero que también podía resistir las veleidades de los monarcas estúpidos o crueles.
Por eso, aunque los sucesores de Augusto, los emperadores Julio-Claudios, se hicieron célebres por sus locuras, los cuadros medios y bajos de la administración siguieron funcionando, y en las provincias apenas sufrieron los desmanes de unos emperadores que sumieron la ciudad de Roma en el terror.

Primeros sucesores de Augusto

El primer sucesor de Augusto fue Tiberio, un gran general, inteligente y capaz, pero al que las circunstancias habían obligado a ejercer un poder absoluto que repugnaba a su talante aristocrático y a su espíritu conservador. Tiberio despreciaba profundamente la adulación a la que se habían visto reducidos los senadores, y poco a poco su carácter reservado derivó en una profunda misantropía.
Pero el imperio siguió funcionando sin sobresaltos, aunque Tiberio pasó los últimos 10 años de su vida retirado en la isla de Capri, después de haber dejado el gobierno en manos de un ministro, sin querer firmar más órdenes que las que llevaron a la muerte a decenas de senadores, conjurados para deponerle.
Su sucesor, Calígula, se creía un dios en vida, y mandó arrancar las cabezas de todas las estatuas de los dioses de su palacio para colocar la suya. En cierta ocasión, enojado con Neptuno, señor de los mares, le declaró la guerra, y ordenó a sus legiones que lanzaran sus venablos al agua y que como botín recogieran centenares de conchas, que hizo enviar a Roma en preciosos cofres para adornar su triunfo. Tras haberse atraído el odio hasta de sus colaboradores más cercanos, Calígula murió asesinado cuatro años después de iniciar su reinado.
Sin saber muy bien qué hacer, la guardia pretoriana recorrió el palacio imperial en busca de un sucesor, y encontró al tío de Calígula, Claudio, temblando de miedo tras una cortina. Los pretorianos resolvieron al punto convertirle en amo del mundo, y este hombre de cincuenta años, al que todos habían considerado un estúpido, que tartamudeaba al hablar y caminaba cojeando, fue capaz de regir el Imperio con justicia y sabiduría, mejorando sustancialmente el funcionamiento de la administración.
Respecto a su sucesor, Nerón, ha quedado como ejemplo de la depravación a la que puede conducir un poder inconmensurable, cuando se deja en manos de un muchacho vanidoso y cruel.
Y mientras tanto, sin embargo, las provincias eran ricas y prósperas, los caminos y las fronteras seguros, los jueces y los gobernantes eficaces.
Como Calígula, Nerón también murió de modo violento, en el año 68 d.C., cuando fue obligado a quitarse la vida.






Los emperadores Flavios

Roma después de Nerón

El arquitecto del Coliseo presenta al emperador Vespasiano una maqueta del proyecto

Cambio de dinastía

La muerte de Nerón sin herederos puso fin a la dinastía Julio-Claudia, y sumió a Roma en una guerra civil que se resolvió en menos de un año, con el ascenso del general Vespasiano, que inauguró una nueva dinastía de emperadores: los Flavios. Por primera vez, las legiones estacionadas en las provincias habían sido capaces, por sí solas, de conducir a su general hasta el trono imperial.
Hombre frugal, trabajador y sencillo, Vespasiano fue un gran administrador, dedicado en cuerpo y alma al gobierno del Imperio, y durante su reinado se sanearon las arcas del Estado, que habían quedado exhaustas tras los absurdos derroches de Nerón.
A su muerte le sucedió su hijo Tito, al que los romanos llamaban delicia del género humano, por su carácter afable y en extremo generoso. Durante su corto reinado se inauguró el Coliseo, cuya construcción había sido comenzada por su padre 8 años antes, en uno de los vastos terrenos que ocupaba Nerón en el centro de la ciudad.
Por desgracia, Tito murió dos años después de subir al trono, que fue ocupado por su hermano Domiciano, tan diferente de él como la noche del día.

Domiciano

Parecía que, irremediablemente, el poder corrompía la sangre de sus gobernantes. Las dinastías que comenzaban con tan buenos augurios, acababan degenerando en gobiernos despóticos. Aunque Domiciano fue un emperador apreciado en las provincias por la severidad con la que juzgaba a los gobernadores corruptos, y era casi idolatrado por los legionarios, acabó por hacerse odioso a los romanos por su crueldad, y llegó a ser considerado como un nuevo Nerón.
Tras 16 años de gobierno, Domiciano fue asesinado por un complot palaciego en el que estaba involucrada su propia esposa.

El Senado gestiona la sucesión

Pero esta vez, a diferencia de lo ocurrido con Nerón, el Senado supo manejar la situación: en una sola sesión extraordinaria, la asamblea eligió a un emperador de transición, el respetable Nerva, un senador anciano y sin hijos. Este se apresuró a adoptar como heredero y sucesor a Trajano, el mejor general de Roma, ganándose así el apoyo del ejército.





La Edad de Oro del Imperio

La época de los grandes emperadores

El emperador Adriano en actitud reflexiva
La llegada al trono de Trajano, en el año 98 d.C. inauguró la era más gloriosa del Imperio, el siglo en el que Roma alcanzó su máximo esplendor y desarrollo.

El logro del equilibrio

Durante varias generaciones, el Imperio estuvo gobernado por emperadores extraordinariamente capaces. Los reinados de estos hombres fueron largos y prósperos, y cuando morían, la sucesión tenía lugar pacíficamente, cediendo su lugar al más capacitado para ejercer el poder.
Trajano gobernó Roma durante 19 años, su sucesor Adriano 21, Antonino Pío 23 y Marco Aurelio, el emperador filósofo, 19. Parecía que por fin, se había conseguido conjurar definitivamente el fantasma de las guerras civiles, que el Imperio había alcanzado un equilibrio perfecto y que ya nada podría destruirlo.
De hecho, el siglo II es conocido como el siglo de Oro del Imperio Romano. Durante esta centuria se extendió por todas partes una sensación de plenitud y perfección. Se construyeron acueductos, nuevas calzadas y grandes edificios públicos. El Imperio se podía recorrer de punta a punta sin temor a los bandidos y a la prosperidad económica se sumó un extraordinario florecimiento cultural.

Tres grandes emperadores

Trajano, el gran general, aportó a Roma sus últimas conquistas -la Dacia, Arabia y Mesopotamia- llevando las fronteras hasta su máxima expansión.
Su sucesor, Adriano, juzgó que el Imperio no debía extenderse más, y que era el momento de aumentar la cohesión de sus vastos dominios. Viajero infatigable, recorrió todas sus provincias para mejorar su funcionamiento y asegurar sus fronteras.
A su muerte, comenzó el tranquilo reinado de Antonino Pío, un hombre tan bondadoso y clemente, que parecía no un emperador sino un padre quien estaba al frente del Imperio.

Primeros signos preocupantes

Sin embargo, bajo su sucesor Marco Aurelio, que fue también un magnífico gobernante, comenzaron a aparecer los primeros síntomas de que la Edad de Oro estaba llegando a su fin.
Los bárbaros, ansiosos por alcanzar las riquezas de Roma, asediaban todas las fronteras del Imperio. Cuando los ataques eran lanzados por guerreros, las legiones romanas podían rechazarlos con cierta facilidad. Pero pronto comenzaron a llegar tribus enteras: hombres, mujeres, niños y ancianos, grandes oleadas de gente hambrienta llegadas de Europa Central y las estepas rusas. Estas masas migratorias, detenidas contra la barrera que marcaba el límite del Imperio, no buscaban presentar batalla, sino nuevas tierras en las que asentarse, y contra ellos no cabía emplear el recurso de las armas.
El Imperio, que había alcanzado con Trajano su máxima expansión, comenzará a contraerse a partir de Marco Aurelio. Este príncipe filósofo, amante de la paz, y autor de algunas de las obras más interesantes del pensamiento romano, se vio obligado a combatir sin descanso en la frontera del Danubio. Pero Roma ya no peleaba para conquistar nuevos territorios, sino para defenderse, y a partir de este momento, cada derrota supondría la pérdida de una parte de sus dominios.

La sucesión de Marco Aurelio

Para acabar de empeorar las cosas, un hombre tan sabio como Marco Aurelio se dejó cegar por el afecto a los de su propia sangre, rompiendo el excelente sistema de sucesión que tan bien había funcionado durante todo el siglo. En lugar de elegir al hombre más adecuado para sucederle, entregó el imperio a su hijo Cómodo, a pesar de que éste había dado muestras de una crueldad que el ejercicio del poder sólo podría acentuar.






Los graves problemas del Imperio

Roma se precipita en el caos

El emperador Septimio Severo se incorpora para reprochar a su hijo Caracalla que intentara asesinarle.

Cómodo

Con el reinado de Cómodo acababa la Edad de Oro del Imperio y comenzaba la Edad de Hierro. Su primera decisión fue firmar apresuradamente la paz con los bárbaros. Incapaz de enfrentarse con valor al enemigo, era sin embargo un gran aficionado a los combates de gladiadores, y le gustaba mezclarse con estos hombres de baja condición, contra los que combatía con espadas sin filo y tridentes sin punta.
De regreso a Roma, Cómodo dio rienda suelta a su carácter violento y a sus delirios de grandeza: quiso que los romanos le rindieran culto como a Hércules, cambió a su antojo los nombres de los doce meses, e incluso el de la propia Roma, que se convirtió en la Colonia Nova Commodiana.
El primer día del año 193, considerando que con ello agradaría a los dioses, tenía planeado sacrificar a los dos cónsules, después de que éstos, ignorantes de su destino, concluyeran el desfile ritual que inauguraba el año. Pero el 31 de diciembre, antes de que pudiera llevar a cabo sus planes, fue estrangulado en el baño por uno de sus esclavos.

Cambio de dinastía: los Severos

A su muerte, el Senado, que ya había perdido casi todo su poder, dejó hacer a los soldados, pues en lo sucesivo sería la fuerza de las legiones la que decidiría el futuro de Roma. Tras varios meses de incertidumbre, se hizo con el poder Septimio Severo, el primer emperador proveniente del norte de África, que inauguraba la dinastía de los Severos.
Estos emperadores rudos, pero buenos administradores, impusieron un corto período de estabilidad.

La ciudadanía romana

El sucesor de Septimio Severo, Caracalla, es recordado en todos los libros de Historia por haber concedido la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio, en el año 212.
La condición de ciudadano había sido un codiciado bien al alcance de muy pocos a comienzos del Imperio, pero se había ido extendiendo progresivamente con el paso del tiempo, hasta el punto de que la medida de Caracalla, destinada en realidad a aumentar los contribuyentes para poder pagar más soldada a las tropas, no tuvo demasiada trascendencia práctica, pero sí simbólica.
Roma había dejado de ser una ciudad que gobernaba en su provecho territorios obtenidos por conquista, para convertirse en un solo Imperio en el que todos sus habitantes eran iguales, sin importar el lugar de nacimiento.
Estas transformaciones, casi imperceptibles para sus contemporáneos, conducirían poco a poco a que Roma fuera una ciudad más dentro de su propio Imperio, y darían comienzo a su lenta decadencia.

Fin de la dinasía

Caracalla fue un emperador cruel, capaz de asesinar a su propio hermano, Geta, en presencia de su horrorizada madre. Creyéndose él mismo una reencarnación de Alejandro Magno, arrastró al imperio a una inoportuna campaña en Oriente para emular las conquistas del Macedonio. Como tantos otros emperadores indignos, murió asesinado, mientras preparaba una campaña en Siria, en el año 217.

La gran confusión del siglo III

El final de la dinastía de los Severos abrió uno de los siglos más confusos de la Historia del Imperio: el siglo III. En él se sucedieron medio centenar de emperadores, algunos de los cuales permanecieron apenas unos días en el trono. Mientras generales sin escrúpulos se disputaban la púrpura y arrastraban a las legiones a la Guerra Civil, los bárbaros asediaban las fronteras, la población se empobrecía y las provincias se sumían en el caos. Por momentos llegó a parecer que el Imperio había llegado a su fin, que todo se perdería en un remolino de lucha y sangre.






Las grandes reformas

División del Imperio

Imagen de los cuatro tetrarcas que gobernaron el Imperio con Diocleciano

Las reformas de Diocleciano

Durante el siglo III Roma se hallaba sumida en el caos y su final parecía inminente. Sin embargo, un oscuro general de origen humilde, Diocleciano, consiguió tomar de nuevo las riendas del poder con mano firme, y el año 285 inauguró una era de reformas que asegurarían la supervivencia del Imperio durante casi dos siglos más en Occidente y mil años en Oriente.
Diocleciano se percató de que un solo emperador no era suficiente para atender todas las necesidades del Impero y decidió dividir sus dominios en dos, colocando la línea divisoria en la península balcánica. Fundó así la famosa tetrarquía: cada parte del imperio (la oriental y la occidental) sería gobernada por un emperador, con el título de augusto, que a su vez tendría como subordinado a una especie de vice-emperador, llamado César, que atendería a la seguridad de las fronteras.

Constantino

Con ciertas modificaciones, sus reformas fueron mantenidas y continuadas por Constantino. Pero el reinado de este emperador merece una atención particular por dos hechos fundamentales:
1) El año 313 d.C. Constantino declaró la libertad de cultos en todo el Imperio, y el Cristianismo, tantas veces perseguido, inició entonces el largo camino que le convertiría en la religión oficial de Roma.
2) Además, este emperador fundó la nueva ciudad de Constantinopla, a la que convirtió en capital imperial. De este modo, mil años después de su fundación, Roma quedaba reducida a una ciudad secundaria dentro del Imperio que ella misma había creado.
Durante todo el siglo IV, las profundas reformas de Diocleciano permitieron administrar, con muchas dificultades, un imperio acosado por los bárbaros y debilitado por el empobrecimiento de sus provincias. Los escasos recursos del Estado no daban abasto para sofocar todos los intentos de invasión de unos pueblos atrasados que deseaban alcanzar el Imperio no ya para destruirlo, sino para disfrutar de sus ventajas.

Teodosio divide el Imperio

Finalmente, el año 378 subió al trono el hispano Teodosio, llamado el Grande. Obligado a defender las fronteras sin disponer apenas de tropas, Teodosio comenzó a servirse de forma masiva de soldados bárbaros, y firmó un tratado con los godos, a los que ofreció la posibilidad de asentarse en territorio romano, a cambio de que sirvieran en las legiones.
Además, Teodosio convirtió el Cristianismo en religión oficial de Roma, al tiempo que prohibía la práctica del paganismo. La Iglesia y la fe de Cristo se identificaron con el Imperio, y los cristianos, otrora perseguidos, comenzaron a ocupar los altos cargos de la administración. La excelente organización de la Iglesia alcanzaba lugares a los que no llegaba la administración romana, y con el tiempo ocuparía en parte su lugar.
Buscando una última solución desesperada a los problemas del Imperio, Teodosio decidió repartirlo a su muerte (395 d.C.) entre sus dos hijos, dando comienzo a la histórica división, que será ya definitiva, entre Oriente y Occidente. El imperio de Occidente quedó a cargo de Honorio, y el de Oriente en las manos de Arcadio.



Las invasiones bárbaras

Fin del Imperio Romano

fechas historia de Roma

Occidente asediado

La división del Imperio en dos mitades, a la muerte de Teodosio, no puso fin a los problemas, sobre todo en la parte occidental. Burgundios, Alanos, Suevos y Vándalos campaban a sus anchas por el Imperio y llegaron hasta Hispania y el Norte de África.
Los dominios occidentales de Roma quedaron reducidos a Italia y una estrecha franja al sur de la Galia. Los sucesores de Honorio fueron monarcas títeres, niños manejados a su antojo por los fuertes generales bárbaros, los únicos capaces de controlar a las tropas, formadas ya mayoritariamente por extranjeros.
El año 402, los godos invadieron Italia, y obligaron a los emperadores a trasladarse a Rávena, rodeada de pantanos y más segura que Roma y Milán. Mientras el emperador permanecía, impotente, recluido en esta ciudad portuaria del norte, contemplando cómo su imperio se desmoronaba, los godos saqueaban y quemaban las ciudades de Italia a su antojo.

El saqueo de Roma

En el 410 las tropas de Alarico asaltaron Roma. Durante tres días terribles los bárbaros saquearon la ciudad, profanaron sus iglesias, asaltaron sus edificios y robaron sus tesoros.
La noticia, que alcanzó pronto todos los rincones del Imperio, sumió a la población en la tristeza y el pánico. Con el asalto a la antigua capital se perdía también cualquier esperanza de resucitar el Imperio, que ahora se revelaba abocado inevitablemente a su destrucción.
Los cristianos, que habían llegado a identificarse con el Imperio que tanto los había perseguido en el pasado, vieron en su caída una señal cierta del fin del mundo, y muchos comenzaron a vender sus posesiones y abandonar sus tareas.
San Agustín, obispo de Hipona, obligado a salir al paso de estos sombríos presagios, escribió entonces La Ciudad de Dios para explicar a los cristianos que, aunque la caída de Roma era sin duda un suceso desgraciado, sólo significaba la pérdida de la Ciudad de los Hombres. La Ciudad de Dios, identificada con su Iglesia, sobreviviría para mostrar, también a los bárbaros, las enseñanzas de Cristo.

Fin del Imperio Romano de Occidente

Finalmente, el año 475 llegó al trono Rómulo Augústulo. Su pomposo nombre hacía referencia a Rómulo, el fundador de Roma, y a Augusto, el fundador del Imperio. Y sin embargo, nada había en el joven emperador que recordara a estos grandes hombres. Rómulo Augústulo fue un personaje insignificante, que aparece mencionado en todos los libros de Historia gracias al dudoso honor de ser el último emperador del Imperio Romano de Occidente. En efecto, sólo un año después de su acceso al trono fue depuesto por el general bárbaro Odoacro, que declaró vacante el trono de los antiguos césares.
Así, casi sin hacer ruido, cayó el Imperio Romano de Occidente, devorado por los bárbaros. El de Oriente sobreviviría durante mil años más, hasta que los turcos, el año 1453, derrocaron al último emperador bizantino. Con él terminaba el bimilenario dominio de los descendientes de Rómulo.















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